la carrera hacia la casa blanca
Las caricias fugaces del muro de Nogales
Familias partidas por la frontera se reúnen junto a la valla en busca del contacto físico que las leyes les impiden
Ricardo Mir de Francia
Periodista
Especialista en política internacional y reportero. Fue corresponsal en Washington durante una década, donde cubrió las presidencias de Obama, Trump y los inicios de Biden. Antes estuvo otros seis años en Oriente Medio. Licenciado en Periodismo por la Pompeu Fabra y con estudios de posgrado en Derecho Internacional, se ocupa actualmente de la guerra en Ucrania. Interesado también en temas de investigación, geopolítica de la energía, cambio climático y economía.
RICARDO MIR DE FRANCIA / NOGALES (ARIZONA) (ENVIADO ESPECIAL)
Está a punto de anochecer en la frontera de Nogales. Cierran las tiendas en el lado estadounidense y el pueblo entra en letargo, como si la vuelta a casa de los mexicanos lo anestesiara cada noche. En el muro que se extiende junto a la aduana, es hora de las despedidas. Laura Ontiveros extiende la mano para tocar a su hija con las yemas de los dedos por los agujeros mínimos que dejan las ventanas de celosía, tan pequeños como el grosor de un cigarrillo. No ha podido abrazarla desde que la deportaron hace más de un año. Laura está atascada en México y su niña de 19 años no puede salir de Estados Unidos porque no tiene todavía la residencia. Viven muy cerca y a la vez muy lejos, separadas por una barrera que no entiende de sentimientos.
Varias veces a la semana, cuando el trabajo les deja tiempo, van a verse a la frontera. “Hablamos de cómo fue el día y del trabajo, de cómo nos extrañamos y nos decimos que pronto estaremos juntas”, cuenta la madre. Ontiveros vivió ocho años en el Nogales estadounidense, al que huyó escapando de un marido maltratador. EEUU le concedió una visa para las víctimas de abusos domésticos y, trabajando de cocinera, se las ingenió para sacar a sus dos hijas adelante. Hasta que todo se torció un día por “las malas compañías”. “Un amigo me pidió que le acompañara al casino en México y, al regresar, la policía nos agarró con dos migrantes en el maletero. Me acusaron de cómplice y me deportaron”, dice Ontiveros.
Por suerte no tuvo que ir muy lejos. La dejaron prácticamente en casa, en el Nogales del estado mexicano de Sonora, una ciudad de más 220.000 habitantes, crecida al aluvión de las maquilas. Si su homónima gringa es un bazar somnoliento, donde están cerrando muchas tiendas por la depreciación del peso, la mexicana tiene todos los vicios y virtudes que se esperan de una frontera. Pero tampoco vive sus mejores momentos. Varias maquilas han cerrado y hace años que no hay apenas turismo yanqui, asustado por las matanzas de los sicarios, la gripe aviar y otros espantajos de la última década. Sus farmacias, dentistas y antros de perdición, todo a precio muy ventajoso, es de lo poco que sigue atrayendo forasteros.
PUNTO DE ENCUENTRO
La valla de la frontera no solo es el punto de encuentro para las familias partidas de Nogales, aquellos que no tienen pasaporte o arrastran problemas con la justicia. Ana Pineda ha hecho más de dos horas y media por carretera desde Phoenix para ver a su tía y sus primos. La acompaña su suegra, sus hijos y una copiosa parentela feliniana. “Es muy duro y desesperante estar separados”, dice esta emigrante de 48 años, que empezó limpiando casas y hoy tiene su propia compañía de limpieza. “En diciembre murió mi abuela y no pudimos venir al funeral, y hace poco fue mi tía la que no pudo pasar para despedirse de mi mamá”.
Pineda ha traído regalos y comida rica para la familia mexicana. Es su hijo quien la pasa al otro lado, el único que tiene pasaporte. Pineda tampoco quiere más muros y, aunque no podrá votar en las presidenciales de noviembre, se siente ofendida por el mensaje de Donald Trump. “Debería saber que los inmigrantes no venimos a quitarle el trabajo a nadie. Hacemos lo que ellos no quieren hacer. Y, sí, yo limpio casas, pero es un trabajo digno”.
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