Scotty Bowers

Mister Sex

El que fuera uno de los alcahuetes del Hollywood dorado destapa en sus escandalosas memorias, tituladas 'Servicio completo', la secreta vida sexual de aquellas estrellas inexpugnables.

Una imagen reciente del barman Scotty Bowers, el chico para todo de Hollywood.

Una imagen reciente del barman Scotty Bowers, el chico para todo de Hollywood.

ELENA HEVIA

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Scotty Bowers tiene un lugar de excepción en las alcantarillas de la fama de Hollywood. Fue un chico para todo en materia sexual, que lo mismo facilitaba compañía de ambos sexos -con las especialidades más imaginativas y retorcidas- que proporcionaba él mismo el placer solicitado. Bowers, Mr. Sex, se labró una leyenda clandestina de perfil bajo en la industria del cine de los 40. Si alguien quería montar una fiesta salvaje había que acudir a él. Mucho del chismorreo de la Meca del cine que hace cinco décadas destapó el cineasta Kenneth Anger en Hollywood Babilonia, considerada hasta el momento la Biblia de ese tipo de cotilleos, aparece en Servicio completo (Anagrama), las sucias memorias con que Bowers, con la ayuda del periodista Lionel Frieberg, hace que el libro de Anger parezca un tratado de buenas maneras. Este es una especie de letanía viciosa en la que aparecen estrellas como Katharine Hepburn, Spencer Tracy, Charles Laughton, Cary Grant, Errol Flynn, Vincent Price, Rock Hudson o Vivien Leigh, no siempre en su imagen más airosa. Aunque como sabe bien el autor, que durante años se resistió a contar su historia, ya no queda nadie de aquel esplendor para defenderse.

Bowers, hoy un poco venerable anciano de 90 años, fue un guapo exmarine bisexual que tras la segunda guerra mundial encontró trabajo en una gasolinera estratégicamente situada en Hollywood Boulevard. El lugar pronto se convirtió en punto de encuentro de antiguos combatientes con ganas de jarana y por ello fue un perfecto imán para actores, starlettes, productores y demás beautiful people con ganas de portarse mal. Y ahí estaba Bowers para organizarlo todo: «Me convertí en el hombre de referencia que complacía en la ciudad cualquier deseo de la gente. [...] Por escandalosos y estrambóticos que fueran sus gustos, yo era el que sabía conseguir exactamente lo que buscaban. Hetero, gay, bisexual, joven o viejo...». No deja de sorprender que el primero de esa lista de famosos fuera Walter Pidgeon -o lo que es lo mismo, la pura encarnación de la virtud y honradez en películas castas y puras como Qué verde era mi valle o La señora Miniver, en las que la mayor alusión a un acto sexual era apenas ese mínimo mareo que indicaba el embarazo de la protagonista-. Con Pidgeon, felizmente casado y nada afeminado, pasó Bowers una tarde de sexo y piscina que se repetiría a lo largo de los años.

Más tarde, el memorialista proseguiría sus actividades como barman en fiestas privadas en las que era capaz de agitar los cócteles con su pene. Y a la mañana siguiente, ni el menor arrepentimiento; para sus clientes muestra una gran comprensión y simpatía. Y además insiste en recalcar su amistad porque, asegura, más allá de las propinas que aceptaba por prostituirse -jamás admite ese término- no cobró dinero por sus servicios de celestinaje. Con su mirada simple y directa, describe sin dejar nada a la imaginación las actividades de aquellos mitos. De Katharine Hepburn -piel de cocodrilo, según Cecil Beaton- asegura que no le conoció una relación masculina -la que mantuvo con Spencer Tracy sería un montaje- y que le proporcionó más de 150 relaciones sexuales con mujeres. El propio Tracy tampoco se libra. Bowers sostiene que tuvo «una sesión de sexo muy satisfactorio con él» habida cuenta de que era uno de los más importantes alcohólicos del lugar. Solo cuando llegaba al atontamiento estaba listo para aceptar al completo su bisexualidad. A quien sí le afectaba mucho el alcohol era a Errol Flynn, que buscaba chicas muy jóvenes a las que al final no podía complacer y era Bowers quien remataba la jugada.

Que Cary Grant y el rocoso actor de westerns Randolph Scott mantuvieron algo más que una amistad es algo que ya Hollywood Babilonia dejaba caer. Aquí se especifica que les encantaban los tríos y las felaciones.

A Charles Laughton y a Tyrone Power les caben los comportamientos más radicales. Al primero le gustaban especialmente los sándwiches con excrementos -¿hay que decir que estas memorias están vetadas a espíritus sensibles y mitómanos nostálgicos?-, mientras que al bello Ty le excitaba la lluvia dorada. De John Carradine, padre de la estirpe, Bowers asegura que le gustaban las prácticas peligrosas como la asfixia autoerótica, algo que años más tarde sería letal para su hijo David.

El desfile no cesa. Por ahí aparecen los criptogais Vicent Price, Clifton Webb, Bryan Epstein (mánager de los Beatles) y Raymond Burr (Perry Mason) y el azote del comunismo, el director del FBI J. Edward Hoover, muy encariñado con su guardaespaldas. Así como el activísimo heterosexual Bob Hope (un verdadero sex machine), Harold Lloyd empeñado en fotografiar mujeres desnudas en tres dimensiones y una Vivien Leigh capaz de ensordecer al vecindario con sus tumultosos orgasmos (hay que aclarar que estos no se producían en presencia de su marido, Laurence Olivier).

La joya de la corona de esta romería es la presencia de los duques de Windsor, quienes, campechanos, solían pedirle a Bowers que les llamara Eddy y Wally. Asegura el alcahuete que la verdadera razón de la regia abdicación de Eduardo VIII no fue la pasión romántica, sino la posibilidad de tener las manos libres para sus encuentros homosexuales, mientras su esposa se dedicaba a sus amantes femeninas.

¿Verdad o mentira?

La carrera de Bowers es una sucesión de escenas picarescas, en ocasiones indignas, que él se empeña en asumir sin pestañear ni juzgar aunque sí lo hace y con saña con Rita Hayworth, Judy Garland, James Dean o Montgomery Clift, seres antipáticos que no lo necesitaron o no apreciaron suficientemente sus ofertas. En los años 50 sus actividades adquieren incluso una pátina científica al convertirse en proveedor de mujeres desinhibidas para el pionero sexólogo Alfred C. Kinsey en la elaboración de su famoso informe sobre la sexualidad femenina.

Es más o menos en la década de los 70 cuando la revolución sexual y el paulatino cese de las actividades de la brigada antivicio pinchó la burbuja de aparente inocencia en la que se ocultaban los caprichos libidinosos de las estrellas. En los 80 el sida puso la puntilla y se acabó el negocio. Junto a estos fastos se trasluce la propia y sórdida historia personal de Bowers: el sometimiento de su esposa, la muerte de su desatendida hija tras un aborto. Y al final, la sensación de que sean verdad o mentira sus salaces historias, las estrellas no han perdido el menor brillo.