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Genealogía del termómetro | + Historia

En el ascensor, en el trabajo o comprando en el mercado, es imposible no quejarse del calor que hace estos días. Es el tema de conversación. Y quien más quien menos ha mirado a cuántos grados estamos para comprobar que sí, que hace calor.

Un termómetro durante la presente ola de calor.

Un termómetro durante la presente ola de calor. / Epi_rc_es

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Xavier Carmaniu Mainadé
Xavier Carmaniu Mainadé

Historiador

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Escribir que hace mucho calor no sería lo que se llama una primicia mundial del periodismo. Llevamos días soportando unas temperaturas asfixiantes en todo el país, que incluso ponen en riesgo la vida de la gente. Ahora bien, considerar que hace mucho o poco calor sería algo relativo si no fuera por los termómetros, que nos indican la temperatura exacta. La aparición de este utensilio es un ejemplo más de la obsesión humana por medirlo todo, sobre todo desde que se inició la revolución científica a caballo del Renacimiento y la época moderna. Entonces surgió un grupo de sabios que se dedicaron a indagarlo todo para entender cómo funcionaba el mundo.

Entre ellos, uno de los que más destacó fue Galileo Galilei, que entre las mil cosas que hizo inventó un aparato llamado termoscopio. No se podía llamar “termómetro” porque entonces todavía nadie había tenido la idea de inventar un sistema de medidas basado en el número 10, el que ahora todos conocemos como sistema métrico decimal. Esto significa que, efectivamente, su invento controlaba la temperatura, pero sin tener una escala definida. El primero que entendió que esto era necesario para poder realizar registros que fueran comparables fue el médico florentino Santorio Santorio en 1612. Por aquel entonces la Toscana era un centro cultural y científico de primer orden gracias al mecenazgo de la familia Médici, que quería convertir Florencia en la ciudad más importante de su tiempo (es curioso que los gobernantes de hace cuatro siglos entendieran mejor que los de ahora que para avanzar hay que invertir en ciencia y cultura), y con este objetivo, entre otras muchas cosas, el Gran Duque Fernando II fundó lo que ahora seguramente definiríamos como un centro de investigación para desarrollar nuevos modelos de termoscopio.

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Aquella fiebre se extendió por toda Europa y aparecieron científicos por todas partes intentando crear el instrumento perfecto. Una de las dificultades que tenían era calibrarlos para que fueran fiables. En Francia, por ejemplo, propusieron utilizar de referencia la temperatura del sótano del Observatorio de París; otros escogieron las brasas de la chimenea e, incluso, hubo quien se decantó por la temperatura a la que se fundía la mantequilla. Afortunadamente, en 1701 apareció el danés Ole Romer y tuvo una gran idea: marcar los dos extremos en el punto de ebullición y congelación de una solución salina (una salmuera que, por cierto, con la actual escala centígrada se congela a 7,5 grados).

Aquellos primeros años del siglo XVIII había empezado a dar vueltas por Europa un joven huérfano originario de la actual Polonia, tan obsesionado con los termoscopios que estudió el tema con profundidad y visitó a los grandes científicos de su época. Entre ellos al propio Romer. Fruto de su encuentro surgió la idea del primer modelo con mercurio. El jovencito se llamaba Daniel Gabriel Fahrenheit e, imitando el método del danés, hizo su propia escala de temperaturas, que todavía se utiliza.

Poco después, en 1742, el astrónomo sueco Anders Celsius delimitó la escala de Romer con el 0 y el 100, según el agua hervía o se congelaba a nivel del mar. Sin embargo, por una razón que sinceramente se me escapa, le pareció más lógico atribuir el 100 al momento de solidificación del líquido. Hay debate sobre quién fue el responsable de ordenarlo tal y como lo tenemos ahora: mientras los suecos dicen que fue Carl von Linnaeus, los franceses aseguran que fue cosa de Jean-Pierre Christin. Sea como fuere, lo cierto es que a finales del siglo XVIII, poco a poco, los países adoptaron la escala Celsius.

Ahora bien, al barón de Kelvin, de nombre William Thomson, que era una científico británico que vivió durante el siglo XIX, no le bastaba y se preguntó a qué temperatura se producía el cero absoluto, es decir, cuándo las moléculas dejan de vibrar. Gracias a sus cálculos sabemos que esto ocurre a -273,15 ºC. Su descubrimiento dio origen a la escala Kelvin, que además de los científicos parece que también la utilizan algunos calurosos a la hora de regular el termostato del aire acondicionado durante el verano.

 


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 Según la escala establecida por Fahrenheit, la congelación del agua se produce a 32 grados y la ebullición a 212. Esto significa que cada grado centígrado corresponde a 1,8 grados de su escala. Este sistema fue el más común en los países de habla inglesa hasta la década de 1960, pero desde entonces la mayoría han ido pasando a la escala Celsius, excepto Estados Unidos.

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