Análisis

Un proceso largo y con varias etapas por cubrir

Joan J. Queralt

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Podemos decir que no hemos abandonado la crisis de los 80 cuando ya estamos de lleno en la del siglo XXI. Lo que la sentencia de la Audiencia de Barcelona, hecha pública ayer, pone de manifiesto son los usos y abusos de una cultura público-privada imperante en Catalunya, y no solo en Catalunya, en los primeros años de despegue económico de las dos últimas décadas de la centuria pasada.

Cuando boqueamos desesperadamente para no ser engullidos por la crisis que nos ahoga, crisis por ahora sin responsables conocidos, liquidamos, en primera instancia, hechos de hace más de 20 años. Sin embargo, llaman poderosamente la atención dos cuestiones. Por un lado, la inmensa duración del proceso, que aún no ha concluido; falta la casación, seguramente el amparo ante el Tribunal Constitucional, una posible visita a Estrasburgo y, en paralelo, tras una ratificación total o parcial de la condena por el Tribunal Supremo, la petición del indulto.

Tan desmesurada duración hace que la justicia quede maltrecha. Las penas difícilmente serán plenamente ejecutables tanto por la edad o enfermedades de los condenados como por la aplicación de la redención de penas por el trabajo, que supone casi la minoración en un 50% de las mismas, pues se aplica, por razón del tiempo de los hechos, el código anterior. Ello sin contar con las dificultades de ejecutar las responsabilidades civiles.

El problema a resolver en estos casos complejos, cada vez más frecuentes, no es el cambio de nombre de las instituciones, como propone la reforma del proceso penal. No es una cuestión de etiquetas. El enjuiciamiento de casos como este, que la propia sentencia reconoce muy complejos, requiere nuevos y decisivos enfoques. Enfoques que, cuando se ha querido, sin cambiar la ley, se han hecho; piénsese en el 11-M: en menos de cinco años se llevó a cabo la instrucción, el juicio oral y la casación. O sea que, si se quiere, se puede. La cuestión es determinar por qué unas veces se quiere y otras no.

Este tenebroso interrogante engarza con el segundo tema. Resulta clamoroso que con todas las campañas en contra del fraude a Hacienda desplegadas desde mediados de los años 80 del pasado siglo, la propia Hacienda careciera de mecanismos de control interno dignos de tal nombre.

Esta realidad plantea un problema de fondo aún más grave: ¿cómo se controla a los controladores? Esperar que la justicia, a la que, como es lógico, los encausados no han de facilitarle las cosas, lo aclare todo, es esperar, desde el núcleo del sistema, que poco se aclare y que lo que se aclare no sea del todo claro.

La cuestión, en definitiva, es determinar por qué se ha tardado tantísimo en llegar adonde hemos llegado, si lo que ahora consta como hechos probados era algo ignoto y profundo que nadie sabía, y por qué, cuando se detectó el problema, no se puso toda la carne en el asador para atajarlo. Lo que demuestra, una vez más, que disfrutar de una justicia cabal no es una cuestión de cambiar leyes, sino de dotarla de recursos y ofrecerle apoyo incondicional.