Opinión | Golpe franco
Lamine Yamal y las lágrimas en el césped
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Dos goles de Lamine insuficientes ante el Granada
La primera, y la última, vez que lloré por la derrota del Barça en el fútbol yo tenía 12 años y el equipo había perdido en Berna, Suiza, la final de la Copa de Europa frente al Benfica. Durante años odié al equipo que nos ganó, porque no podía culpar a aquel once de color azulgrana que defendió su campo como si estuviera recién salido de un juramento de fidelidad a los colores.
Luego no he llorado más. No me ha hecho llorar ni aquella horrible derrota (de todo el equipo) ante el Bayern de Múnich, ni he llorado cuando, sucesivamente, en los últimos años, se ha olvidado el Barça del material que lleva a los equipos al triunfo: el entusiasmo, la alegría, la posesión, el posicionamiento, la táctica. Deslavazado como un ejército en ruinas, ahora el Barça genera la desconfianza de los borrachos, que no se sabe si están de juerga contigo o simplemente es que no saben donde agarrarse para no caerse.
Horrible panorama
En ese sentido, el Barça está borracho, de tristeza, su hueco es múltiple, y ahora ha agarrado también al portero recién restituido, pues Ter Stegen en lugar de ser el habitual cancerbero serio se convirtió, como sus colegas de la defensa, en una especie de símbolo que no era capaz de recuperar su entereza, su cuerpo, ni cuando sacaba la pelota para ponerla en juego.
En ese horrible panorama propio, el Barcelona tuvo en la grada, es decir, en el puente de mando, a un entrenador que no sabe qué hacer tampoco en las segundas partes. Seco como los mares en guerra, el equipo regresó del descanso como si estuviera aun más cansado, más propicio a la casualidad de la derrota que a la fabricación de un manual de victoria. La victoria fue una ilusión que regaló, en los primeros cuarenta y cinco minutos, el único que sabe sustituir la nada general por un entusiasmo duradero: Lamine Yamal.
Situado en la parte del campo que le corresponde, capaz de acercarse al área contraria con la pimienta del peligro, Yamal fue el que no se rindió. Jugó a ganar, como suele, y tuvo algunos cómplices tímidos (Pedri, Gundogan…), pero el agua estaba bajando rápido y aquella defensa que otrora era mejor que la delantera parecía una compuerta hecha de lágrimas.
Un mal menor
Mis lágrimas, las que guardo desde aquella tarde en Berna, estuvieron a punto de buscar el césped de antaño, que no era otro que el que imaginaba escuchando entonces Radio Nacional de España, porque de nuevo el Granada se puso por delante y el Barça, naturalmente, jugaba llorando.
El empate fue un mal menor; es decir, a estas alturas del campeonato, cuando por encima de la clasificación barcelonista se hizo el vacío del Girona, y por debajo se acabó la ilusión rojiblanca, que no ganara el Barça este partido, que lo deje estar como si fuera de plástico su equipaje, llena de desilusión al graderío, ahora lleno de lágrimas sin objetivo.
Triste, fané y descangayao…, que diría el otro capitán que en este momento estará mirando cualquier cosa en la tele de Miami. Porque ya lloró una vez, y fue suficiente, sus lágrimas cuyas huellas luego secaría, me imagino, un tal Joan Laporta.
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