VIDA DE PELÍCULA

Melita Norwood: la espía perfecta

Llega al cine la sorprendente historia de la funcionaria británica que trabajó para la KGB

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Nando Salvà

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Cuando Melita Norwood se levantó de la cama el 11 de septiembre de 1999, en el jardín de su casa ya había periodistas de todo el mundo haciendo guardia. «Se acabó el juego», pensó la jubilada, mientras bajaba las escaleras para prepararse el desayuno. Para sus asombrados vecinos de Bexleyheath (Londres), Norwood era solo una frágil abuela de 87 años. Para sus supervisores de la KGB en Moscú, que la conocían con nombres en clave como Hola o Tina, era algo muy distinto: uno de los espías más longevos que jamás habían tenido a su servicio –permaneció en activo entre 1937 y 1973–, y la mujer responsable de proporcionar a la Unión Soviética todos los secretos relativos al programa atómico británico.

Como ella misma confesó en cuanto su historial salió a la luz, no lo hizo por dinero sino porque era una ferviente defensora de las mejoras sociales que el experimento soviético prometía, y porque pensaba que era inaceptable que Occidente tuviera una ventaja tan grande sobre la URSS como la posesión exclusiva de armas nucleares. Su vida y sus motivaciones han sido la inspiración esencial de 'La espía roja', el drama protagonizado por Judi Dench que llega, el próximo jueves, a los cines.

Comunismo por las venas

Como quien dice, el comunismo corría por las venas de aquella mujer desde la niñez. Nacido en Letonia, su padre era un discípulo de Tolstói que se había convertido en bolchevique y había trabajado tanto con el ideólogo del anarquismo Peter Kropotkin como con dos de los espías más importantes de Lenin. Su madre era defensora militante del utopismo, y convirtió el domicilio familiar en el punto secreto de contacto entre la sede del partido comunista británico y sus camaradas moscovitas. Fue ella quien introdujo a su hija en el mundo de la contrainteligencia.

Un año después de afiliarse al partido, Norwood empezó a trabajar como secretaria en la Asociación Británica de Investigación de Metales No Ferrosos, un organismo de nombre anodino en cuyo seno, sin embargo, se coordinaba la investigación sobre armas nucleares. Los datos confidenciales que ella proporcionó a la NKVD, la red de espionaje antecesora de la KGB, permitieron a la Unión Soviética tener lista su bomba atómica en 1949, varios años antes de lo que de otro modo habría podido permitirse. 

Vida apacible

Ella era, en muchos sentidos, la espía perfecta, la última persona de la que uno sospecharía; nada que ver con James Bond. Llevaba una vida aparentemente apacible junto a su marido, Hilary Norwood, un profesor de matemáticas y química que compartía su ideología comunista –pero que desaprobaba en silencio sus vínculos con los rusos–; sus principales ocupaciones eran el cuidado de su jardín y la educación de su hija Anita. Nadie imaginaba que, en sus horas de oficina, se dedicaba a extraer documentos de la caja fuerte de su jefe y fotografiar su contenido para pasárselo a su contacto soviético. Cuando las reuniones nocturnas con la KGB la obligaban a volver a casa más tarde de lo previsto, echaba la culpa al tráfico; su marido aceptaba la excusa con resignación. 

En cualquier caso, resulta sorprendente que Norwood lograra burlar al servicio de inteligencia británico (MI5) durante las cuatro décadas que dedicó a robar información. Pese a que llegó a ser investigada hasta en seis ocasiones, y a que en 1965 los servicios de seguridad recibieron un informe que la catalogaba como un riesgo potencial, en realidad nadie hizo nada. Por entonces, ya había sido galardonada con la Orden de la Bandera Roja por sus servicios a la Unión Soviética. Cuando se retiró, la KGB le otorgó una pensión mensual de 20 libras. 

Embarazosos detalles

Más sorprendente aún es el hecho de que, tras ser desenmascarada públicamente, no se emprendieran acciones legales contra ella. Oficialmente, el motivo era que no tenía sentido mandar a la cárcel a una octogenaria; lo cierto es que la cúpula del MI5 no tenía ningún interés de sentar a Norwood frente a un juez y arriesgarse así a que emergieran embarazosos detalles sobre su negligencia al permitir que una comunista hubiera tenido un trabajo tan cercano a los secretos de Estado. 

Por su parte, la anciana no permitió que el descubrimiento de su traición alterara su vida en lo más mínimo. Siguió comprando a diario 32 copias del periódico socialista 'Morning Star' para meterlas en los buzones de amigos y vecinos, cuidando de sus plantas y preparando mermelada. Hasta el día de su muerte en el 2005, ni una sola vez flaqueó en su convicción de que había hecho lo correcto, y de que no dudaría en volver a hacerlo.