Ven al Angliru, bienvenido a la tortura
Sergi López-Egea
Periodista
Periodista especializado en ciclismo desde 1990. Ha seguido regularmente el Tour como enviado especial desde 1991 al igual que la Vuelta, varias ediciones del Giro, la Volta y Mundiales de la especialidad. Autor de los libros 'Locos por el Tour' (con Carlos Arribas y Gabriel Pernau, RBA), 'Cumbres de leyenda' (con Carlos Arribas, RBA y reedición en Cultura Ciclista), 'Cuentos del Tour', 'Cuentos del pelotón', 'Cuentos del equipo Cofidis' y 'El Tourmalet', todos ellos de Cultura Ciclista.
¿Qué he hecho yo para merecer esto? ¿Quién me manda meterme en este berenjenal? ¿Cuánto falta para llegar? ¿No aparecerá un fantasma que dé un empujoncito de nada?¿ ¿Quién fue el perverso que colocó la Cueña les Cabres en el dibujo del Angliru? Todas estas perversidades, porque son pensamientos maléficos, se te aparecen por la mente cuando vas subiendo en bici por la más famosa montaña de la Vuelta, la que se incorporó al trazado de la prueba en 1999 cuando Chava Jiménez, tantas veces llorado, ganó entre la espesa niebla.
Este miércoles la prueba asciende al Angliru y eso son palabras mayores. Si se habla de dificultad a la hora de afrontar la subida de una montaña en bici muy pocas son las cimas que superen a la cumbre asturiana, quizás en España el Pico de las Nieves, que está en Gran Canaria, pero allí nunca ha ido la Vuelta por la dificultad que entraña en infraestructura un traslado al archipiélago. Si miramos hacia Europa aparece el Mortirolo, en Italia, esencia del Giro. Y poca cosa más.
Los monumentos del Tour, empezando por el Tourmalet, por donde pasó la Vuelta la semana pasada, siguiendo con el Mont Ventoux y acabando con los monstruos de los Alpes, léase Alpe d’Huez, Galibier, Izoard o la Croix de Fer, no son tan complicados de ascender. Se trata de subidas largas como un día sin pan, pero lejos de los porcentajes criminales del Angliru, donde se podría aplicar lo peor de un Código Penal.
Una bestialidad
Sólo puedo decir que es una bestialidad. Lo subí en 1999, en compañía de Pedro Delgado (él llegó primero, lo que no fue ninguna novedad, sino la lógica matemática entre un ser superior en bici y un mortal), y dije nunca más. He cumplido la palabra y desde entonces sólo he ascendido en los autobuses que pone la Vuelta. Eso sí, sin mirar hacia abajo para que me no entrara vértigo.
El Angliru sólo vale para los héroes. Da igual el sexo, campeonas o campeones a los que, sin que nadie se enfade, les gusta afligirse sobre la bici como si de un acto masoquista se tratara. En el Angliru es imposible divertirte, ni disfrutar del paisaje. Se va a lo que se va y a lo que se va es a sufrir como el animal que acude al matadero.
Al alcance de los campeones
Conquistar su cima sólo está al alcance de los campeones. Da igual el tiempo que se emplee y también que en algún momento se tenga la tentación de poner pie a tierra, lo cual es un sumo error porque a no ser que tengas manos misericordiosas te desequilibrarás y no podrás volver a montar en la bici, a diferencia de lo que les ocurre a los profesionales que van por detrás de las figuras, los que apenas pedalean en tramos como la Cueña les Cabres, 24% de porcentaje, una rampa de garaje, que superan a base de empujones de los espectadores.
En el Tourmalet o el Ventoux, ligeramente bien preparado, puedes hasta disfrutar de la ascensión en un día soleado, admirar el paisaje y sentirte un Vingegaard a la carta cuando adelantas a otro cicloturista que va más lento. En el Angliru sólo puedes pelearte contigo mismo porque hay ocasiones en las que parece que no avanzas, tanto que hasta da la sensación de que estés parado.
La respiración
Sólo oyes tu respiración y suspiros, que no son de éxtasis, sino algo así como gemidos que necesitan una anestesia para calmar el sufrimiento. ¡Por favor, que se termine! Imploras que se acabe la subida porque parece que estés sobre la mesa de tortura. Y no digamos si encima llueve, lo que en Asturias no representa ninguna sorpresa, entonces patinan las ruedas; apaga y vámonos.
Al llegar a la cima, después de beber un sorbo de la poca agua que te queda en el botellín, te sientes feliz, prueba superada, se acabó el sufrimiento y sólo piensas dos cosas: o amas este deporte tan bello y cautivador llamado ciclismo sobre todas las cosas o tienes un problema. Mejor quedarse con lo primero.
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