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Las gaviotas anidan en el fantasmal delfinario de Barcelona

Dos años después de su clausura, el Aquarama encara los últimos días de su existencia y Barcelona podrá ser así por fin Sean Penn en 'Mystic River'

Aquarama del zoo de Barcelona en desuso que en otra �poca alberg� a cet�ceos como delfines y la orca Ulises y a leones marinos en la �ltima etapa. En la foto gaviotas que nidifican en las gradas Foto de Ferran Nade.JPG

Aquarama del zoo de Barcelona en desuso que en otra �poca alberg� a cet�ceos como delfines y la orca Ulises y a leones marinos en la �ltima etapa. En la foto gaviotas que nidifican en las gradas Foto de Ferran Nade.JPG / Ferran Nadeu

Carles Cols

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Aún no han pasado dos años desde que Barcelona es, por decirlo dietéticamente, ‘dolphins free’, y las antiguas gradas del Aquarama son, en opinión de las gaviotas, un lugar estupendo ya para anidar. La vida salvaje, a la que ve la ocasión, siempre se abre paso. Pero el propósito de esta visita a aquel escenario de imborrables recuerdos de la generación del ‘baby boom’ no tiene por meta ir en busca de las huellas palmípedas de las gaviotas, que en época de puesta (recuérdese la polémica del año pasado) obligan a las autoridades funerarias de la ciudad a aconsejar que se visiten los cementerios con un paraguas como defensa, sino repasar cómo, cuándo y por qué Barcelona fue durante medio siglo el hogar de 31 delfines. Al primero de ellos lo saludó Franco en persona en 1965 en sus primeros nados. El último fue fruto de un embarazo no deseado. De todo aquello parecerá que queda solo una ruina, o sea, un relato nostálgico, y es exactamente todo lo contrario. Queda (sin ánimo de adelantar conclusiones) algo muy ‘Mystic River’. Luego verán.

La culpa de todo fue de Flipper. Tal cual. Fue el éxito de aquella serie televisiva lo que en los años 60 despertó en medio mundo un inesperado apetito del público por tocar o, como mínimo, ver de cerca delfines. Flipper era el protagonista de una serie de idéntico nombre que capítulo tras capítulo corría aventuras con la familia Ricks. En realidad el papel de aquel delfín que en la ficción era un macho lo interpretaban cinco hembras distintas que, en un reto mayúsculo, eran capaces de aprender nuevas rutinas cada semana para satisfacer con creces las ideas de los guionistas. De una de ellas, Kathy, se cuenta que tras terminar la serie se suicidó. Parece una leyenda urbana, pero así lo contó el que fuera su entrenador, Rick O’Barry, que asegura que dejó de respirar voluntariamente y se fue al fondo de la piscina como un peso muerto harta de la vida. O’Barry se convirtió aquel día en un activo defensor de los derechos de los animales, pero la semilla de Flipper ya estaba sembrada.

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La piscina al aire libre, de siete metros de profundidad y 22 de diámetro, vacía, que será demolida a partir de Sant Joan. / Ferran Nadeu

No había hasta entonces apenas espectáculos de delfines en el mundo. Los zoos son milenarios, pero los delfinarios son en realidad algo muy reciente. La dirección del Zoo de Barcelona, decidido a tener el suyo, encontró uno oportuno para explorar, el Seaquarium de Miami, un recinto, por cierto, aún hoy en activo. No solo eso. Barcelona es desde hace dos años una capital de referencia del abolicionismo de los delfinarios y el Seaquarium, por el contrario, ofrece a los visitantes no solo ver las acrobacias de los delfines, sino también bañarse con ellos. El ‘zeitgeist’ no avanza al mismo paso en todo el mundo.

Un delfín salta a las órdenes de su entrenador, en una fotografía de los primeros años del Aquarama.

Un delfín salta a las órdenes de su entrenador, en una fotografía de los primeros años del Aquarama. / Zoo de Barcelona

La inauguración formal del Aquarama (así se bautizó la instalación) no tuvo lugar hasta la Mercè de 1968. Las obras, un tipo de construcción para el que la experiencia de las empresas locales era nula, se retrasaron más de lo previsto. Pero la fascinación que generaba el proyecto tuvo que ser mucha, tanta que Franco no quiso esperar a que finalizaran los trabajos y, en una visita a Barcelona realizada en 1965, hizo un hueco en su agenda para ir al parque zoológico. Allí conoció al primer delfín de la ciudad, entonces instalado en una piscina provisional, a la espera aún de que se llenaran de agua de mar los dos grandes tanques que han perdurado hasta hoy, uno cubierto y otro al aire libre con un anfiteatro para el público. Como si fuera un embalse, lo inauguró.

El primer delfín de Barcelona, instantes antes de ser depositado en la piscina, en 1965

El primer delfín de Barcelona, instantes antes de ser depositado en la piscina, en 1965 / Zoo de Barcelona

No hay que ver en ese encuentro entre Franco y el primer delfín ningún tipo de sensibilidad animalista por parte del dictador. Era, como se sabe, aficionado a la navegación, así que cabe suponer que los conoció en libertad, pero a bordo del ‘Azor’ no era más misericorde que en tierra. En agosto de 1959, por ejemplo, la prensa dio cuenta de una hazaña marinera del jefe del Estado. Zarpó de caza en aguas del Cantábrico en busca de un cachalote. Lo encontró. Pobre. No es esta especie una ballena cualquiera. Los cachalotes son, en opinión de quienes los han conocido cara a cara, los Tyranosauros del mar. Hasta 18 arpones le clavaron Franco y sus asistentes a aquel ejemplar y, como ni siquiera así se rendía, pidió su escopeta y le disparó (eso dijo la prensa) 120 balas.

Disculpen el inciso ballenero, pero no era solo por retratar al dictador como un carnicero, sino para contextualizar la época, porque en el fondo de esto va esta visita a los restos del Aquarama, un recinto que, recuérdese, no solo ha sido el hogar de 31 delfines, 18 de ellos nacidos en Barcelona, sino también de una orca célebre, de varias camadas de leones marinos y, en una primera etapa, de una amplia variedad de peces, porque alrededor de la piscina cubierta había una batería de acuarios. Todo esa arquitectura ha sido víctima del paso del tiempo desde hace dos años. A partir del próximo Sant Joan, festividad que marca el fin del curso escolar, comenzará el derribo de lo que aún resta en pie. Se pretende así no perturbar la paz de una escuela cercana. El destino de aquel espacio se dará a conocer en las próximas semanas, pero en esencia se aprovechará tan enorme superficie para dar cobijo a otras especies durante esas etapas en las que sus hogares son objeto de obras de mejora.

Un nido de gaviotas, en las gradas del Aquarama.

Ferran Nadeu

En 1983 nació en el Zoo de Barcelona el primer delfín. Hay que considerarlo un hito. La cría en cautividad es un reto a menudo dificultoso, incluso imposible en algunas especies. La vaquita marina, por ejemplo, un cetáceo muy lejanamente emparentado con los delfines, va camino de la extinción muy en breve porque sufre la llamada cardiopatía de captura, es decir, su mantenimiento en un recinto cerrado es biológicamente imposible. Se les para el corazón. No es este el caso de los delfines, pero hubo que superar casi media docena de abortos para que los cuidadores del Aquarama conocieran los secretos de la cría en cautividad.

Solo así fue posible que nacieran en Barcelona a lo largo de los años 18 delfines, 17 dentro del marco de los programas de cría europeos y, uno, el último, de forma indeseada. Eso sucedió en 2012. Ya latía un sentimiento de cambio de época. Los ejemplares de la colección ya no eran protagonistas de espectáculos circenses consistentes en golpear una pelota con los lóbulos caudales (la cola, vamos) ni tampoco saltar a través de aros. El público solo asistía en sesiones educativas. El único propósito de pedirle a los delfines que hicieran tal o cual cosa era mostrar su anatomía y explicar sus particularidades. Fue en ese clima de cambio en el que Anak, una hembra capturada a principios de los años 80 en aguas de Cuba, sedujo o se dejó seducir por un jovencísimo ejemplar, Blau, del que nadie en la instalación sabía que era ya sexualmente activo. De aquel apareamiento nació Nuik.

El 19 de julio de 2020, Barcelona puso fin a 55 años de su particular historia de delfines. Aquel día, nada más despuntar el Sol, Blau, Nuik y Tumay, los tres últimos ejemplares, fueron enviados en avión al Zoo de Attica, en Atenas, a una vida monacal, por cierto, porque como si fuera uno de los monasterios de Meteora, solo hay machos, una medida por la que las autoridades de la ciudad casi se colgaron una medalla. ¿Merecida?

Una placa en bronce del Aquarama, una pieza que merece ser rescatada antes de la demolición.

Una placa en bronce del Aquarama, una pieza que merece ser rescatada antes de la demolición. / Ferran Nadeu

Llega aquí el momento ‘Mystic River’ sugerido al principio del texto, dolorosa película de Clint Eastwood, de la que a menudo se cita como referencial una línea de diálogo pronunciada por el actor Sean Penn. “Enterramos nuestros pecados, lavamos nuestras conciencias”. Así es. Los delfines que salieron de Barcelona lo hicieron con destino a lugares idénticos en filosofía a los que dejaron atrás. Siguieron los pasos, por decirlo de algún modo, de la orca Ulises, que aunque dejó Barcelona en 1994, continuó haciendo cabriolas cara al público en el Sea World de San Diego hasta el año 2015, donde aún reside.

Los delfines emigraron. Quedan en la ciudad, y eso parece importar menos, los tiburones o, puestos a ser tiquismiquis, también esas decenas de sepias que cada año son capturadas frente a las costas de Barcelona para que ofrezcan cara al público en el Aquàrium dela Barceloneta el espectáculo de sexo, canibalismo y muerte con el que cada año se despiden de la vida para dar paso a una nueva generación de esa especie. Empatizamos con los delfines. Tememos a los tiburones. Nos sorprendemos con las sepias. Enterramos nuestros pecados, lavamos nuestras conciencias.

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