Casa Calvet se reescribe en chino

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Olga Merino

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Las ciudades cambian de piel con la naturalidad de las serpientes. Hace tan solo tres semanas, en la planta baja de Casa Calvet (Casp, 48) ha abierto un restaurante chino, pero no una casa de comidas con arroz frito tres delicias como plato estrella del menú, no. Que nadie se lleve las manos a la cabeza: ni dragones con escamas de escayola ni farolillos rojos en el dintel de la entrada desmerecen la magnificencia del edificio diseñado por Gaudí en 1899 para la familia del industrial textil Pere Màrtir Calvet. Nada que ver. El nuevo local se llama China Crown y aspira a la excelencia recuperando recetas de la muy desconocida cocina imperial del gigante asiático.

Lo más interesante del proyecto, con María Li Bao al frente, es que responde a la iniciativa de ciudadanos chinos de segunda generación, nacidos aquí o llegados a estos pagos a edad muy temprana, jóvenes que hablan castellano, catalán y lo que haga falta, emprendedores con la voluntad de imprimir un giro a los negocios que sus progenitores abrieron en los años 80 y 90, al filo de los Juegos Olímpicos. Los tiempos han cambiado desde entonces. Apenas se anuncian ahora restaurantes chinos como tales; muchos se han japonizado o bien ofrecen cocina de fusión, tal vez porque con el paso de los años ha ido extendiéndose una suerte de mantra popular: “Si es chino, tiene que ser muy barato”. Y de escasa calidad. Lo de cajón: rollitos de primavera, cerdo agridulce y un pollo con almendras que jamás se vio en las callejuelas de Pekín.

Se trata de un proyecto encabezado por las segundas generaciones de la inmigración oriental

La empresaria, de 40 años, era muy consciente del fenómeno. Nació en Qintiang, una pequeña ciudad de la provincia oriental de Zhenjiang, de donde proviene la mayoría de los chinos que residen aquí, así como los copropietarios del nuevo negocio, China Crown. María Li Bao llegó a los 10 años a Madrid, donde sus padres habían abierto un restaurante chino, el típico de menú barato y platos de batalla. Tampoco reniega de aquello porque le dio de comer de pequeña; el de sus padres era un oficio más, como cualquier otro, para ganarse las lentejas. “Comencé a trabajar de camarera en el restaurante, y pronto me di cuenta de que tenía poco futuro tal y como el negocio estaba planteado”. Un caso idéntico al de sus socios en Barcelona, cuyos padres nunca llegaron a manejarse bien con los idiomas locales.

Platos de la nobleza imperial

A partir de esa intuición, Li Bao, propietaria en Madrid del restaurante Shanghai Mama, comenzó a recorrer China hace unos ocho años, junto con otros miembros de su equipo, con el propósito de estudiar la gastronomía a fondo, dar con las materias primas adecuadas y rescatar los platos que degustaban la nobleza imperial y los funcionarios de la corte hace 400 años. Durante el periplo, hicieron escala en Gansu, a unos 3.000 kilómetros de Shanghái, una región importante por donde discurría la ruta de la seda de donde trajeron, por ejemplo, la receta de cordero que se sirve en el restaurante. De Yunan, tubérculos autóctonos. Aparte de la carta, que abarca el conjunto de la cocina imperial en su inmensidad geográfica, existen dos menús degustación, La ruta de la seda (48 €) y Caja imperial (58 €). Dice Li Bao que su objetivo no reside tanto en el lujo como en el regreso a la raíz, al origen.

Recordará el lector habituado a patear el Eixample que, hasta hace bien poco, los bajos de Casa Calvet, lo que habían sido las oficinas del empresario textil oriundo de Vilassar de Mar, albergaron el restaurante homónimo, donde el chef Miquel Alija servía platos de la cocina tradicional catalana y creaciones con un punto de innovación, como el risotto con espardenyes, la perdiz con castañas o las costillas de cordero empanadas con pistachos y alioli de tomate. Inaugurado en 1994, se convirtió enseguida en un local de muchas campanillas donde solía reunirse a mediodía la flor y nata del empresariado catalán, los jefazos de grandes firmas como Abertis, La Caixa o la Damm… También dicen que fue el restaurante de cabecera de Núria de Gispert, expresidenta del Parlament. Un establecimiento de calidad, pero caro para el bolsillo de a pie.

Los propietarios del edificio modernista prefieren seguir salvaguardando su intimidad frente al turismo

En estas, llegó la malhadada crisis y, con ella, el recorte drástico en los gastos de representación de las empresas. Chao, chao, vacas gordas. La vieja Casa Calvet comenzó a languidecer y, al dejar de ser rentable, tuvo que echar la persiana hace un año, casi en sordina. Los socios chinos cogieron el local en régimen de alquiler en julio del año pasado, por un periodo de tiempo “bastante largo” que han preferido no especificar, y se dedicaron a rediseñarlo durante siete meses.

Visto el resultado, la decoración del nuevo China Crown, a cargo de la interiorista Aurora Gámez, resulta exquisita a pesar del riesgo que planteaba a priori enfrentarse a un monstruo como Gaudí. Lámparas con pantallas textiles, un doble espejo sutil, jarrones de porcelana, vajillas y trajes imperiales traídos expresamente de China se imbrican a la perfección con el genio del arquitecto modernista, las jácenas de celosía y palastro, los techos de bóveda catalana, los espléndidos vitrales y la ebanistería de roble que separa los compartimentos donde trabajaban los oficinistas y contables del señor Calvet, hoy convertidos en comedores reservados. La obra de Gaudí se preserva intacta, sin oropeles que la menoscaben.

Como una vuelta al origen

Con apenas un mes de rodaje, China Crown convoca sobre todo a clientela china autóctona, atraída por la curiosidad gastronómica, y al turista con inquietudes culturales que persigue el señuelo del modernismo, asegura Mar Armillas, directora del restaurante. “No deja de ser curioso -dice- que al negocio textil de los Calvet llegaran las primeras sedas bordadas que causaron furor en Barcelona a principios del siglo XX. Es como si se cerrara un círculo, una vuelta a los orígenes”.

Consultados por este periódico, los propietarios del inmueble están satisfechos con el acuerdo cerrado con el consorcio chino porque les parece una apuesta de calidad, y aseguran haber tenido que rechazar aspirantes a inquilinos con ofertas jugosas pero de dudoso gusto. La familia Calvet vendió el edificio 1927 a María Font, una empresaria del ramo textil radicada en Igualada que quiso entonces ampliar el negocio abriendo despacho (con vivienda) en Barcelona. Hoy son sus descendientes los dueños de la finca, obra de un primer Gaudí que aún respetaba el canon simétrico de los edificios del Eixample.

Aparte de los dos locales comerciales situados en los bajos del inmueble modernista, el restaurante China Crown y Chocolates Brescó, abierto en el 2013, Casa Calvet dispone de una planta principal, tres pisos y azotea de uso privado, tanto apartamentos, donde viven herederos de María Font, como despachos en régimen de alquiler. Un cordón rojo y el servicio de seguridad prohíben traspasar el magnífico vestíbulo, decorado con arrimaderos de cerámica azul, y acceder al interior.

Los propietarios salvaguardan su privacidad con un celo excesivo pero a la vez muy legítimo. “No queremos que la casa se nos llene de turistas japoneses con sus cámaras -afirma un portavoz de la familia-. Los visitantes generarían un desgaste, y no recibimos subvención alguna aunque el edificio fue declarado patrimonio artístico nacional en 1967”. Eso significa también que la finca es intocable sin permisos. Una curiosidad: Casa Calvet alberga el ascensor más antiguo de Barcelona, que en sus orígenes solo funcionaba de subida; los gastos de modernización para que bajara los asumió la propiedad.

Hete aquí el eterno dilema con el legado gaudiniano en Barcelona, en buena parte en manos privadas. ¿Cómo conciliar la difusión de su obra con el derecho a la intimidad? En el intento, algunos edificios del genio modernista, como Casa Batlló, parecen haberse convertido en atracciones de un parque temático.