Las puertas por las que pasamos

Mirador de la plaza de las Glòries

Mirador de la plaza de las Glòries / periodico

Javier Pérez Andújar

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Barcelona es una ciudad de puertas abiertas y de porterías cerradas. No es miedo, es rechazo. Los vecinos ya no se esperan unos a otros, no se aguantan la puerta cuando se ven venir. Y no digamos en el ascensor, no hay puertas que se cierren más rápido (me refiero al ascensor de la comunidad, pero también al social, valga la redundancia). Hay gente que parece meterse a toda prisa como para que no la pillen o no la vean, igual que en el escondite. Ya sé que resulta demasiado poético, pero mejor que proclamarse ciudad de puertas abiertas sería llamarse ciudad sin puertas. Total, en ambos casos se trata de una quimera.

Vivimos rodeados de vallas. El rótulo junto al interfono donde pone que no se admite propaganda es lo más parecido al granjero con la escopeta tras la cerca en las películas del Oeste. Ningún extraño es bienvenido a nuestra parcela. Lo excepcional se nos hace soportable únicamente en la ficción. Adoramos en televisión series de mundos extraños como 'Black Mirror', y en nuestro mundo convertimos en extraños a quienes reparten las ofertas de las pizzas. Esclavos de hoy, que llenan de comida las bocas de los buzones lo mismo que siglos atrás otros atiborraron las bocas de sus señores tumbados.

Mejor que proclamarse ciudad de puertas abiertas sería llamarse ciudad sin puertas

Alguna vez se ha dicho que la plaza de las Glòries está destinada a ser la puerta de acceso a Barcelona igual que lo fue la de Santa Madrona en aquel tiempo en que todos los reyes se llamaban Pedro, bueno, los nuestros, Pere. De momento las Glòries son el balcón de la ciudad, pues a él se asoman ya los primeros curiosos (acaban de abrir un mirador elevado), para contemplar cómo van las obras. En esto también hemos cambiado radicalmente. No son las mismas unas obras vistas desde abajo que contempladas desde lo alto. No da igual mirar que contemplar. Separa a ambos actos el sentido del espectáculo. Desde que empezaron a vallar todas las obras con telas opacas y planchas de aluminio, las ciudades se convirtieron en un canal de pago. Todo lo que nos gusta ha sido codificado. A veces les practican agujeros a esas vallas para que los mirones echen un vistazo.

Así es como se ha individualizado el último pasatiempo colectivo del jubilado urbano. Pertenecer a un grupo ocioso está vedado, pues ahora toca el turno de la individualización del ocio. ¿En qué otra cosa consisten sino los juegos para móviles, los juegos de pantalla? En red no quiere decir juntos. Si no te tocas, no estás junto. Individualizar es sinónimo de privatizar. Es un ridículo presentimiento, pero me temo que al final acabarán cobrándole a la gente por ver las obras.

La moda de ocultar las obras

También nos dicen las vallas de las obras que cada vez más nos separamos del trabajo lo mismo que hemos ido alejándonos de la enfermedad y de la muerte, y hemos mandado todo lo que nos da repelús lejos de nuestras costumbres y lejos de la ciudad. Creemos que nos hemos vuelto más sensibles, pero en realidad se trata de una turbia mezcla de cobardía e hipocresía. Acaso la moda de ocultar las obras se deba a que trabajar se ha devaluado tanto, que el trabajo ya no ennoblece a nadie. Cada vez menos, un trabajo, un oficio, define una biografía. El mundo laboral está tan distante de nuestro mundo personal como lo están los mundos galácticos marvelianos.

Con la crisis, Barcelona ha pasado de ser una ciudad de andamios a ser una ciudad de vallas

El trabajo es algo a lo que no se pertenece del mismo modo que el trabajo ya no es de quien lo ejerce. Ni siquiera puede ir uno a buscarlo como se va a la panadería a buscar el pan, porque el trabajo se ha vuelto irreal. Quien lo da no existe. Imposible volver a casa con una barra de empleo caliente bajo el brazo. El reparto del trabajo está en manos de intermediarios, de sacerdotes que median entre lo divino, el milagro, y lo temporal, el empleo, y deciden a quién se le aparece un trabajo y a quién no. ¡Qué ironía! La clase obrera que una vez soñó con poseer los medios de producción anda hoy a tientas en un mundo que preconizó un mago de Las Vegas llamado David Copperfield, donde las grandes cosas, todo lo que teníamos ante nuestros ojos, se vuelven invisibles y desaparecen. Con la crisis, Barcelona ha pasado de ser una ciudad de andamios a ser una ciudad de vallas. Lo vertical se ha convertido en horizontal. No es que hayamos abolido las jerarquías, es que se han tumbado a descansar. Están recuperándose.

A medida que proliferan las jornadas de puertas abiertas en todo tipo de entidades, nos damos más con la puerta en las narices unos a otros. Me acuerdo de chaval, de esperar en la portería a una vecina mayor que venía cargada de la plaza (entonces siempre eran mujeres y todo el mundo era mayor), y me acuerdo también de cuando te decían sonriendo “no corras” y uno corría más para no hacer esperar. Deseamos que las instituciones nos abran sus puertas pero no nos las abrimos entre nosotros. Reclamamos más transparencia desde lo más profundo de nuestra opacidad. La convivencia ha ido al revés de las obras, ha pasado de horizontal a vertical. Dependemos de lo que no existe y renunciamos a nuestro entorno. Estamos inventando lo colectivo sin personas.