Barceloneando

Los quinquis

La macrorredada contra la droga en el Raval es el mundo de hoy luchando contra la injusticia de siempre

Operativo de los Mossos y la Guardia Urbana contra los narcopisos del Raval, el 29 de octubre.

Operativo de los Mossos y la Guardia Urbana contra los narcopisos del Raval, el 29 de octubre. / periodico

Javier Pérez Andújar

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

No vuelven los quinquis, vuelve la pobreza. La macrorredada contra la droga en el Raval droga en el Raval no es la vuelta a la Barcelona de los 80. Es el mundo de hoy luchando contra la injusticia de siempre. El futuro no eran los coches volantes de 'Blade Runner', sino las pateras hundiéndose en el Mediterráneo. Pero la Barcelona de los 80 no ha muerto, por supuesto. Lo que pasa es que no vive en los narcopisos del Raval. En la Barcelona de los 80 ni siquiera existía el Raval, aún se le llamaba barrio chino.

A lo mejor el progreso tan solo consiste en un cambio de nombres. Cosa de ricos, como todo. Únicamente con pasta se cambia de coche, de casa, de familia, de país. Y del mismo modo, también se necesita guita para cambiar el nombre de las cosas. Por eso los quinquis se siguen llamando igual: quinquis, manguis, chorizos, no han podido permitirse un cambio de marca, y quienes han robado de otra manera han ido cambiándose hasta el apellido, los logotipos, las siglas, lo mismo que una serpiente muda de piel, se despelleja viva para seguir alimentando la misma y blanca carne.

El futuro no eran los coches volantes de 'Blade Runner', sino las pateras hundiéndose en el Mediterráneo

Es ahí, camuflada en esa mudanza, donde perdura la maldita Barcelona preolímpica. Pero la otra, no la vieja Barcelona de los 80 tan despreciada por el pijerío que tuvo miedo de mirarla a los ojos. Porque ahora resulta que la Barcelona execrable de los 80 era la de la gente humilde. ¿Por? Porque entonces las clases populares todavía mantenían su parte del pastel callejero, político, democrático, algo de trabajo, un sitio donde vivir sin demasiado miedo a que los echasen. No han parado hasta que todo esto se lo han quitado. Ha sido así como aquella Barcelona desapareció para siempre. El rico no rechaza al pobre cuando no tiene, el rico detesta al pobre cuando tiene. Por eso, cuando alguien dice que volvemos a la Barcelona ochentera, cuando señala tan lejos del tiempo (y de sí mismo), lo que busca es ocultar a una ciudad que nunca se fue: la Barcelona que convirtió el Palau de la Música en una centrifugadora de dinero negro, la que no puso ladrillo, autopista, gasolinera, casino, deslocalización sin mordida tras la careta de un partido político. Señalan a la gente del arroyo para lustrar sus trajes con los harapos de otros, para salvaguardar una Barcelona privada que protegen a ultranza, para no perder lo que aún conservan de todo eso y, para que en el caso de que les embarguen las lámparas de araña, quedarse por lo menos con los enchufes.

La frase inicial de 'Ana Karenina' es tan famosa porque, además de contener todo el libro, de condensar las mil páginas que la siguen, cabe en ella el mundo entero. Marx y Engels fueron breves, les bastó un manifiesto, pero aún así era mucho más de una frase lo que necesitaron para explicar lo mismo. Ni siquiera Moisés, que era mago y convertía los bastones en serpientes, cuando transcribió en el monte Sinaí la ley de su dios no pudo dejarla en menos de diez mandamientos (Aarón Moisés fueron los Engels y Marx del Antiguo Testamento, también ayudando uno en el sueño del otro, también con su tierra prometida). Luego, cuando el evangelista Mateo evocó los diez mandamientos de Moisés, dijo que eran suficiente un par de puntos para resumirlos. A Tolstoi le bastó con una sola idea. Toda la literatura rusa es un descomunal ejercicio de concisión. 'Todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera'. Este es el principio de 'Ana Karenina' y, sencillamente, también esta es toda la historia de los quinquis.

El pijerío es el grupo social que más arraigada tiene la conciencia de clase

Ha sido necesario que estén todos muertos, violentamente muertos en atracos, en ajustes de cuentas, en el maco, en hospitales con ventanas al cielo azul, en su cuarto con las hermanas y los padres cogidos de la mano en el comedor, para que quienes nunca les vieron de cerca, para que quienes les temían de oídas porque una vez tuvieron que volver a su casa sin reloj (los manguis les quitaban el reloj a los chavales en la calle, al tiempo que los relojes de las fábricas les quitaban a sus padres lo que entonces se llamaba igualdad de oportunidades), ha sido preciso todo eso para que el pijerío, el grupo social que más arraigada tiene la conciencia de clase, utilice a los quinquis como moneda de cambio de sus prácticas corruptas, de las risas sardónicas en comilonas donde se limpiaban las bocas con subvenciones. De la inseguridad en la calle de hoy no tienen la culpa los muertos de los ochenta. La verdadera culpa es como el poder, nunca da la cara y va de arriba abajo. (Un domingo por la tarde, de chavalín, iba con mis padres por debajo de la autopista a casa de mi abuela. Los domingos eran así, era la visita semanal. Mi padre siempre iba fumando y escuchaba en la radio el Carrusel Deportivo. Anunciaban puros la flor de la Isabela, pero él fumaba Rex. De repente pasó por nuestro lado un carro a toda leche. Por la ventanilla de atrás se asomó un amigo del cole y me gritó muy contento: '¡Andújar, que voy en un coche robao!'. Los quinquis de los 80 lo pagaron muy caro. No tenían derecho a la impunidad).