BARCELONEANDO

Las liebres del cazador

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Olga Merino / Barcelona

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Fijamos la cita en Riera Baixa, a la altura del bar Resolís, porque el protagonista de estas líneas había vivido aquí durante una temporada, en un quinto sin ascensor, y porque la calle, machihembrada entre Carme y Hospital, sintetiza como ninguna el espíritu y las contradicciones del Raval. Para muestra, el botón del inmueble donde anidó el cronista argentino Laureano Debat, cuyos vecinos desplegaban una panoplia de nombres tan diversos como estos: Estrellita, Estalin, Vasili y Abdelazim. Aparte de los turistas volanderos, claro, los que suben y bajan las escaleras y nunca tienen placa de buzón.

Mientras el compañero fotógrafo hace los retratos, el visitante advierte enseguida la peculiaridad de esta vía de paso en los comercios que la jalonan y en la diversidad del paisanaje. En los 250 metros aproximados de Riera Baixa, conviven el badulaque paquistaní Bazar Malik, la peluquería de Mustafá, la salida de emergencia del Institut d’Estudis Catalans, los chavales marroquís maqueados que trapichean con hachís, un establecimiento de telas, unas cuantas tiendas de discos de vinilo y otro montón dedicada a la ropa 'vintage'. Igual que antes se volvían los abrigos del revés para disimular el lustre del uso, ahora se lleva mucho reciclar atuendos de añadas antiguas, de los 70 para atrás, porque, en efecto, vivimos inmersos en una cultura 'vintage' donde el pasado emerge en todas partes.

Bendita la beca

Ocupa Riera Baixa un lugar tan especial en el mapa de su educación sentimental barcelonesa que Laureano Debat, aterrizado hace ocho años en la ciudad gracias a una beca, le dedica un capítulo en el libro de crónicas con que acaba de estrenarse. Debat, debut. Se titula 'Barcelona inconclusa', y se presentó el martes en la librería Altaïr, con el escritor Jorge Carrión de padrino y bajo el sello de Candaya, una editorial de las pequeñas y exquisitas, con un nombre precioso porque así se llamaba el reino fantástico hacia donde volaban Don Quijote y Sancho a lomos de Clavileño, un caballo de madera. Llevan las riendas librescas de la editorial Paco Robles y Olga Martínez, dos profesores de literatura.

Camino del bar de la Filmo, con la idea de charlar un rato, le comento al autor que también me gusta mucho el nombre del pueblo donde nació, Lobería, a unos 400 kilómetros de Buenos Aires, y cuenta que el topónimo se debe a que alberga una colonia de lobos marinos. La municipalidad fue una especie de fortín en tierra de nadie allá por el siglo XIX, cuando Argentina acometió la conquista de su frontera sur, siempre hacia el sur, hacia las pampas y la Patagonia. Tal vez esa posición limítrofe, en los márgenes, le facilitó el olfato y las herramientas precisas para abordar la crónica, un género transgénero donde bebe de la fuente de un gran orfebre, su compatriota Martín Caparrós.

El periodista cazador

Sostiene Caparrós, el cronista de los bigotes prusianos, que el periodista debería retomar la actitud del cazador, atento a las liebres que saltan a su alrededor. “Una buena crónica —afirma en una entrevista reciente— se escribe a partir de las liebres que ves; luego puedes contar con la prosa, pero sin la mirada no tienes materia para contar”. La crónica es indefectiblemente mirada. Y zapato cómodo. Y curiosidad genuina. Y escuchar mucho, sin prejuzgar.

El cronista compartió piso en el Gaixample con dos prostitutas que le planchaban la ropa

Mientras tomamos un cortado en la terraza del bar, pasa un tipo flipado haciendo gestos obscenos sobre el 'procés' -no queda muy claro si a favor o en contra o las dos cosas a la vez- y amenaza con colar una crónica dentro de la crónica, como las muñecas rusas. La liebre, en efecto, salta cuando uno menos se lo espera, como le viene sucediendo una y otra vez al autor de 'Barcelona inconclusa', una gavilla de polaroids nacidas en un blog.

Compañeras de piso

Le vino al paso una crónica, tan jugosa que acabará en novela, mientras vivió en un piso compartido en el 'Gaixample', donde lo acogieron dos señoritas la mar de simpáticas y atentas que le colocaban la ropa planchadita encima de la cama y dejaban, al menos una de ellas, una estela de perfume Poison detrás del taconeo. Se llamaban Sonia y Jimena, y resulta que eran prostitutas. El autor empezó a sospecharlo por los objetos: siete ceniceros en el fregadero de la cocina y quince toallas blancas colgadas en el tendedero del balcón interior que, por cierto, daba al convento de las Siervas de María.

Los pisos compartidos, los curros precarios, las sorpresas que deparan los barrios del extrarradio…  Barcelona inconclusa porque esta ciudad no se acaba; vive en continuo movimiento y alimenta su confusión en las tiendas de moda bajo arcadas medievales, en los barrios tecnológicos "sobre despojos de fábricas abandonadas". Una urbe nerviosa, eternamente insatisfecha de sí misma, como dice Vila-Matas, la madame Bovary de las ciudades que en el mundo son, loquita perdida entre la marca Gaudí y la nostalgia canalla de los 80.