Análisis

Señalización y señalética

JULI CAPELLA

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Las señales son tan viejas como ir a pie. Los griegos y romanos ya marcaban direcciones en los cruces para indicar los destinos más importantes. En el siglo XVIII comenzaron a usarse las flechas y a principios del siglo XX, con la irrupción del automóvil, se impusieron las señales de tráfico. Orientarse siempre ha sido necesario, y en las grandes urbes fundamental. Por eso nació la señalización, un sistema de comunicación visual de signos y letras, con pretensión de reconocimiento universal. Y de ahí surgió la señalética, que no es más que su adaptación a un espacio más concreto y con carácter particular. Barcelona tiene ambas, una señalización homologada a nivel europeo y estatal, y otra propia que ha sido decidida y aplicada desde el ayuntamiento. Entre ambas, ciudadanos y visitantes deberían poder deambular con facilidad. Pero no es así, y a pesar de que Barcelona puede presumir de un alto nivel en el diseño gráfico, su señalización callejera siempre ha sido una asignatura pendiente, una lacra.

Primero, por las constantes adiciones y superposición de normativas, luego por su complejidad y coste, pero sobre todo por falta de decisión municipal de acometerlo integralmente. ¡Cualquiera se atreve con el embolado de reorganizar de la A a la Z -no puede ser a medias- todo el sistema de orientación urbana! Si cuantificásemos las horas perdidas por vehículos y peatones buscando destinos, nos escandalizaríamos. Si valorásemos el combustible malgastado y la contaminación provocada, sería para ponerse a llorar. Y si además ha costado alguna vida, por despiste del conductor, el tema se pone serio. Un buen grafismo salva vidas.

En las calles de Barcelona tenemos instalados más de 700.000 elementos urbanos, nos toca a casi medio por habitante. Pero apenas 2.000 son indicadores de itinerarios, tan solo el 0,23%. Por otro lado, hay 37.000 rótulos de calles y casi 80.000 señales de tráfico y aparcamiento. Y, sin embargo, es difícil dirigirse con claridad hacia donde queremos, lo que en una ciudad civilizada y turística como la nuestra es lamentable. Pero, atención, no se trata de colocar más número de indicadores, o de hacerlos más grandes. Sino de planificarlos meticulosamente donde se necesitan, evitando confusión y duplicidades. Usando un criterio orgánico, es decir, previendo su modificación no traumática. Para ello es necesaria una reformulación que en primer lugar ponga en duda lo instalado hasta la fecha: ir colgando chapas estándar en báculos, como desde hace un siglo, es un anacronismo. Recordemos que el paisaje urbano es sagrado y el mejor elemento urbano es el que no existe, el que nos da servicio sin estorbar. Las nuevas tecnologías lo posibilitan. ¿No vamos desmart city?

Y si no sabemos solucionarlo, siempre nos queda copiar la opción del pueblo holandés de Makkinga, primer municipio «libre de señales». Las ha eliminado todas, menos la de la entrada, que limita la velocidad a 30 km/h. Eso sí, solo son 1.000 habitantes y de la Europa civilizada.