Las cifras de parados son fuente de angustia y dramatismo, y cargamos el muerto al fantasma de la crisis cuando son personas concretas los artífices y creadores de la pandemia. Es difícil encontrar una vacuna nacional para un mal europeo; el mercado laboral y las reformas aprobadas no parecen compatibles, y las ayudas económicas transitorias son pan para hoy, hambre para mañana. La única vía interna del país, centrada en la utópica igualdad, es el reparto equitativo de empleo antes de una emigración forzosa. Un solo trabajo y una nómina declarada por persona. Los convenios deben someterse a una revisión social profunda y urgente. Encontrar trabajo se ha convertido en una carrera de los mejores entre patrón y asalariado. Competitividad es sinónimo de explotación y reducción de plazas, en lugar de más y mejor empleo. Una reforma laboral efectiva no puede ser la ley de la selva. Debe compaginar no solo el despido barato y el contrato digno, sino el reparto ecuánime en base al trabajo disponible. El sindicalismo radical debe cambiar el chip negociador. En situaciones críticas para empresarios y obreros --cuando el pan no llega a la mesa-- la flexibilidad mutua debe regir el acuerdo, sin chantaje ni explotación. Ni remuneraciones en negro, ni sueldos de escándalo, ni duplicidades laborales. Con racionalidad compartida las cifras del paro disminuirían. Vivir con menos es el futuro insoslayable. Poder trabajar o cobrar una pensión para vivir se ha convertido en el regalo de los afortunados. Ahorrar y no tener deudas, un lujo paradisíaco.
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