No te conozco. Ni siquiera sé cómo te llamas, ni cuántos años tienes. Solo sé que eres la hija de Joan Garriga y que estabas, según he leído en la prensa, junto a tu padre cuando subía al podio de la gloria definitiva. Es normal que en estos momentos estés triste. Te acompañamos muchas personas que, sin conocer personalmente a tu padre, le admirábamos y queríamos. Déjame decirte algo que seguro que sabes mejor que nadie: tu padre ha sido un gran hombre. Todos tenemos luces y sombras. Él también, pero su luz fue tan potente, tan intensa, tan resplandeciente, que no hay ninguna sombra, por dolorosa que haya podido ser, que nos haga olvidar su grandeza. La primera vez que le vi fue en 1985. Era una carrera de una competición llamada Motociclismo Series y se corría por un polígono industrial en Vitoria. Pilotaba una Suzuki 750 y, obviamente, ganó como él lo hacía: con autoridad y humildad a la vez. Y con alegría. Porque tu padre era muy buen piloto pero, sobre todo, buena persona, sencillo y extremadamente alegre. Recuerdo aquel día: era un muchacho lleno de vida, rubio como un dios griego y amable con todos. Tenía un ángel especial, que pocas personas tienen. Desde ese momento me convertí, como tantos miles de aficionados, en garriguista para siempre. Su descomunal talento, su valentía salvaje, su pasión desbordante por las carreras y su alegría contagiosa lo convirtieron en un ídolo para toda una generación y en una de las personas que más han hecho por convertir la competición motociclista de nuestro país en la historia de éxito que hoy es. Sin tu padre, no hubiera sido posible.
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