Tengo 42 años, estoy separada y con una hija de 10 años. Hasta hace unos meses vivía de alquiler en pareja y podía sobrellevar la difícil situación económica pero, de un día para otro, me quedé sola y la angustia creció de tal modo que decidí, tras 15 años, volver a casa de mi madre. Ella tiene 84 años y hasta que llegamos vivía sola. Alguna vez, cuando la llamaba por teléfono, le había oído incoherencias que siempre achaqué a la edad pero, una vez instalada en su casa, fui consciente de que mi madre sufría alguna enfermedad. La llevé a médicos, a la fundación ACE, y he movido cielo y tierra para obtener una carta acreditativa de un estado de dependencia de grado 3. Pero, ¿ahora qué? No puedo dejarla sola ni un minuto, su estado se ha deteriorado tanto que apenas camina ni puede gestionar ningún aspecto de su vida por sí misma, y yo tengo que irme a trabajar y cuidar de mi hija. Mi madre durante toda su vida ha pagado lo que se le ha impuesto, ha sido una buena ciudadana, jamás ha hecho daño a nadie ni pidió ayuda a nadie... Y yo me pregunto, ¿para qué tanto esfuerzo y tanto civismo? Ahora está abandonada a su suerte; su estado me lleva a faltar a mi trabajo, a no atender como debería a mi hija, a no dormir, a enfermar¿ ¿No es ya bastante doloroso ver cómo se apaga tu madre? «No te darán ayudas porque están paralizadas», me dijo el asistente social. No puedo pagar una cuidadora y las residencias cuestan unos 2.000 euros al mes. ¿Debo dejarla morir sola en una cama? Estoy triste, preocupada e indignada. Ya no es una fuente de ingresos para el Estado: ya no es necesaria y se la ignora. Merece una vejez digna. Las listas de espera para obtener una plaza pública en algunas residencias rondan los cuatro años... Probablemente ella ya no estará.
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