La semana pasada, el Consejo de la Federación Rusa ratificó la anexión de Crimea, validando un deseo mayoritario sincero pero expresado en un referendo ilegal, realizado bajo la sombra de un ejército prorruso disfrazado de civiles espontáneos, sin ninguna supervisión de observadores extranjeros, en un ambiente de preguerra civil.
La península, en el imperio ruso desde el siglo XVIII, ha sufrido guerras sangrientas en el XIX, la represión estaliniana y hambrunas mortíferas en los años 30, la Soha durante la segunda guerra mundial, y fue objeto de regalo por Jruschov, que la cedió generosamente a Ucrania en 1954. Para Rusia se ha rectificado un error histórico, pero la Unión Europea, para no perder el tipo, ha decidido imponer sanciones por la anexión, aun reconociendo su ineficacia. Se olvida algo: el origen del problema fue la propuesta ingenua y bienintencionada de la UE de un tratado de asociación a Ucrania en noviembre pasado, sin consultar en absoluto al hermano ruso, como si eso fuera posible.
La UE se rasga hoy las vestiduras en la escenificación hueca de una tragedia que ella misma ha provocado torpemente. En vez de envenenar la situación, que por suerte se esta saldando sin la violencia de otros ejemplos, es la ocasión de aprovechar el error inicial y convertirlo en una solución a un problema secular: la población de Crimea vuelve al jirón ruso, y Ucrania consolida su independencia de Moscú y se perfila como país prooccidental que con el tiempo se integrará en la UE.
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