Los fines de semana suelo coger los últimos trenes de la línea R-1 de Rodalies en dirección al Maresme. A esas horas, el tren va lleno de adolescentes que se disponen a iniciar una noche de locura y desenfreno. Noche que empieza en el mismo tren: con el vaso de cubata en la mano y las botellas de alcohol circulando por los vagones, el tren se convierte en una auténtica discoteca móvil en la que la música, el alcohol y los adolescentes borrachos nunca faltan.
Aparte de incomodar al resto de pasajeros, la fiesta que se repite cada fin de semana deja el tren como un auténtico vertedero. El otro día, por primera vez desde que viajo en uno de estos trenes, aparecieron dos vigilantes de seguridad. Atónita ante su presencia, me fijé con mucha atención para ver qué hacían. Sin embargo, parecía que tuvieran miedo a la panda de adolescentes puesto que se quedaron un rato mirándolos con cara intimidatoria para luego marcharse como si no hubiera pasado nada. Eso sí, no dudaron ni un momento en llamar la atención a una señora mayor que tenía las piernas apoyadas en el asiento de enfrente, invitándole a que las bajase, a pesar de que no estaba molestando a nadie. Permitiendo situaciones como esta, todos perdemos.
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