HISTORIAS IRREPETIBLES DEL DEPORTE

La rivalidad feroz entre Connors y Lendl: "Si quiero un amigo me compro otro perro"

Connors y Lendl, en un inusual momento de distensión entre ambos.

Connors y Lendl, en un inusual momento de distensión entre ambos.

Juan Carlos Álvarez

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Connors, McEnroe y Lendl encendieron el circuito a comienzos de los 80 hasta convertir la rivalidad deportiva en un odio personal que generó episodios como la polémica semifinal de Boca Ratón en 1986 que acabó con la descalificación de 'Jimbo'

Federer y Nadal nos han acostumbrado mal. Ellos han construido en el tenis un mundo ejemplar en el que imperan el respeto, la elegancia, la deportividad y el reconocimiento permanente por el rival. Pero hubo un tiempo no muy lejano en el que el circuito era una especie de selva en el que los mejores del mundo sentían la necesidad de odiarse para ofrecer su mejor versión. Fueron los despiadados años 80, los tiempos en los que LendlMcEnroe y Connors gobernaban el circuito y contagiaban al resto sus malas pulgas y ese afán casi enfermizo por aplastar al rival sin mostrar la mínima indulgencia. "Si quiero un amigo me compro otro perro", había dicho Lendl cuando le preguntaron por el ambiente que existía en el circuito, una declaración que retrataba el paisaje y que hace comprensible lo sucedido en 1986 cuando Jimmy Connors recibió la sanción más grande que hasta el momento se había impuesto a un jugador de tenis.

Ivan Lendl, checo de nacimiento, norteamericano de adopción (en 1992 le concedieron la nacionalidad) fue una especie de incómodo intruso cuando el tenis parecía un mano a mano entre McEnroe y Connors. Borg había cortado de forma radical su carrera cuando solo tenía 26 años y su salida parecía convertir el circuito en un duopolio de los dos americanos. Se odiaban profundamente. Dos tipos de carácter incontrolable; más genial John; más volcánico “Jimbo” Connors. Competidores furiosos, protestones, descarados… encontraron un enemigo común cuando aquel muchacho nacido en Ostrava, de pómulos marcados y rostro inexpresivo, fue progresando hasta ponerse a su nivel.

Lendl era el producto clásico de un hogar en el que el deporte era una obligación. Fue su madre, exjugadora, la que le puso una raqueta en la mano a los tres años y empezó a someterle a sesiones de varias horas de duración. Esa disciplina espartana forjó su carácter y también su juego. Pero Lendl era mucho más que un simple estajanovista. Para su tiempo fue un adelantado. Llevó la preparación física a niveles desconocidos para el tenis, comenzó a entender la importancia de apoyarse en nutricionistas para componer la dieta ideal para él, y convirtió el descanso en algo tan esencial como el propio entrenamiento.

Ivan Lendl era un bicho raro para sus adversarios. Un jugador que jugaba, entrenaba y su poco tiempo libre lo dedicaba a criar pastores alemanes y leer libros sobre la Segunda Guerra Mundial. A esto se añadía su personalidad. Arisco, seco, serio, incapaz de sonreír… su juego parecía la justa correspondencia con su humor. Pronto se convirtió en una máquina de demoler rivales. Y eso hizo arreciar el odio de sus grandes rivales. Hasta 1982 la cosa estuvo tranquila básicamente porque Lendl no podía con ellos. Tres años estuvo sin vencerles: doce partidos seguidos, nueve de ellos contra Connors que parecía ser su kryptonita.

Pero la situación dio un vuelco radical cuando Lendl subió el nivel al mismo tiempo que los dos jugadores americanos habían alcanzado ya su tope. Era un avión que les iba a dejar en evidencia y todo se pudrió. Los partidos se convirtieron en combates y ninguno de ellos desaprovechaba la ocasión para mostrar el desprecio que sentían por el otro. McEnroe y Connors aparcaron sus diferencias y se centraron en el enemigo común. Delante de los micrófonos John McEnroe fue siempre mucho más contundente porque tal vez su capacidad para odiarle era mayor. Llegó a decir que “yo tengo en el dedo meñique más talento que Lendl en todo el cuerpo” y cuando Lendl llegó por fin al número uno del mundo se preguntó en voz alta si el tenis “quería a un robot al frente de la clasificación”. Connors tampoco era generoso con Lendl, quien siempre se mostró más parco con las palabras. Prefería que la destrucción se produjese dentro de la pista. Era capaz de aplastar a cualquier rival en un torneo de exhibición; no entendía el sentido de la piedad deportiva. Y mucho menos con ellos delante.

En 1986 Connors y Lendl se cruzaron en las semifinales del Lipton, que se jugaba en las pistas de Boca Ratón (Florida). Jimbo sentía por su rival un desprecio que había nacido seis años antes, en el Masters de 1980 en el Madison Square Garden de Nueva York. Jugaban el último partido de la primera fase. Ambos llegaban con dos victorias, ya clasificados para las semifinales, y se disputaban el primer puesto de su grupo. El problema es que inesperadamente eso suponía enfrentarse a Borg que había quedado segundo del otro grupo. El primer set fue muy disputado y se resolvió a favor de Connors en el tie break, pero luego Lendl bajó su nivel para ceder el segundo parcial. El norteamericano nunca le perdonó aquel comportamiento que denunció públicamente.

Cuando se vieron las caras en Miami en 1986 venían de una serie de siete victorias seguidas de Lendl que parecía haberle cogido el truco a Connors después de que en 1982 y 1983 le dejase sin el título en la final del Open USA en medio del delirio de los aficionados que adoraban el espíritu indomable de “Jimbo”, ese tenis más racial que conectaba con la grada. Fue cuando Connors dijo aquello de que “en Nueva York les encanta que derrames tus tripas por la pista; en Wimbledon detendrían el partido y te pedirían que limpiases la pista. Por eso adoro esta ciudad”.

Pero tres años después las cosas ya habían cambiado. Lendl era el mejor jugador del mundo -aunque como llegó a titular en una portada “Sports Illustrated” era “el campeón a quien nadie importa" y Connors había iniciado el camino hacia su despedida. Pero seguía conservando su capacidad para competir y ese odio por quien tenía delante suponía un aliciente más. Por eso el partido en las pistas de Boca Ratón fue de una tensión difícil de gobernar. Le correspondió al británico Jeremy Shales ejercer de juez de silla y desde el principio el buen hombre entendió que la tarde iba a venir caliente.

“Odio perder más de lo que disfruto de ganar. No puedo ver esa cara de felicidad al otro lado de la red”

— Jimmy Connors

En los primeros sets ambos jugadores recibieron varias advertencias: a Connors por protestar y a Lendl por darle un bolazo a su rival en una subida a la red. El partido, que se disputó bajo un intenso calor, fue muy extraño, irregular, con momentos para cada uno de los jugadores que alternaban continuas subidas y bajadas. Los cuatro primeros sets (se jugaba el mejor de cinco) deparó una igualada por 1-6, 6-1, 6-2, 2-6. Sorprendente.

Llegaron entonces al quinto y definitivo parcial. Lendl se situó por delante con 3-2 y 30-0. En una medio subida a la red voleó bastante largo. El juez de línea y de silla vieron la bola como buena, pero Connors no. Protestó de forma airada pero el árbitro le dijo con contundencia que la bola era buena. El norteamericano enloqueció entre aspavientos y pidió la presencia del todopoderoso Alan Mills, árbitro del torneo y una de las grandes referencias de este deporte (desde 1983 era el responsable de Wimbledon), pero este se negó a participar. El juez de silla permaneció inalterable y al cabo de unos segundos le sancionó con un punto de penalización que significaba perder ese juego (4-2 para Lendl en el tercero). Connors se descontroló y Shales tuvo que tomar la siguiente decisión disciplinaria: darle el juego por perdido con lo que ya se ponía 5-2 abajo. Lendl, en su lado de la pista, daba pequeños saltitos.

En ese momento aparecieron en la pista Alan Mills y el supervisor Kendal Farrar que le pidieron a Connors, casi le rogaron, que siguiera jugando. Pero el norteamericano ya había tomado la decisión de no volver a hacerlo. Los minutos se hicieron eternos y finalmente los árbitros no tuvieron otra decisión que darle el partido por perdido. Connors recogió las cosas, estrechó la mano del juez de silla y se fue sin dirigir la mirada a Lendl. Abandonó la pista en medio de una enorme ovación por parte de los aficionados que le perdonaban ese tipo de cosas. Los analistas siempre coincidieron en que su reacción no habría sido la misma si enfrente hubiera estado otro jugador.

Aquel partido dio juego durante semanas. Connors recibió la sanción más dura para un tenista en aquel momento. Una multa de 5.000 dólares (una cantidad ridícula para alguien como él) pero sobre todo diez semanas sin jugar torneos del circuito de la ATP. Aquello significó para él no participar en la siguiente edición de Roland Garros y llegar muy justo para preparar el torneo de Wimbledon. Fiel a su carácter, Connors hizo unas declaraciones en las que dio las gracias a quienes tomaron la decisión de castigarle porque “me permitieron jugar varias exhibiciones en las que pude ganar mucho más dinero que el que hubiese conseguido en los torneos. Les estoy muy agradecido”. Así fueron aquellos años, aquella generación a la que “Jimbo” retrató con una de sus frases más célebres: “Odio perder más de lo que disfruto de ganar. No puedo ver esa cara de felicidad al otro lado de la red”.

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