Epílogo de una serie de culto

Un final cobarde malogra el genio creativo de seis años de 'Perdidos'

Matthew Fox en la escena final de la serie.

Matthew Fox en la escena final de la serie. / LCJ CL**NY**

Carles Cols

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La epopeya de Perdidos bajó el telón ayer de forma simultánea en todo el mundo con un final impropio de los sublimes prólogos y epílogos de las primeras cinco temporadas y, en consecuencia, con un flaco favor a la edad de oro de las series de televisión. Desconfiad del cine, decían los más atrevidos críticos del género audiovisual. Los mejores guionistas trabajan hoy para la televisión, añadían. Perdidos respondió a una expectación planetaria sin precedentes con una mezcla de lo más cursi de Ghost (recuerden, Patrick Swayze y Demi Moore) y lo más insultante de El sueño de Pamela Ewing, aquel episodio de Dallas con el que los guionistas trataron de salir del galimatías en el que se había metido por la burda trampa de convertir en sueño toda una temporada, o sea, a lo Serrano.

Tres antecedentes pendían sobre las cabezas de Damon Lindelof y Carlton Cuse, responsables de las peripecias de los protagonistas, como una espada amenazante. Primero, el desatino final de Expediente X. Segundo, el morrocotudo enfado que desencadenó el minuto que cerró Los Soprano. Tercero y fundamental, el declive que acompañó a Twin Peaks tras el altamente adictivo arranque que concibió David Lynch para aquella serie de culto. Perdidos tenía, no en vano, la aspiración de superar como rompecabezas los secretos de la doble vida de Laura Palmer y, claro, resolverlos, si no en su totalidad, sí al menos en esencia. Lynch tuvo la oportunidad de redimirse después en la gran pantalla. Mullholland Drive es, en cierto modo, aquello que Perdidos tal vez hubiera querido ser: un perfecto engarce entre la vida real, la deseada y la muerte.

Miedo bíblico

La cuestión es que una ola de confusión sacudió ayer simultáneamente a los espectadores que en unas partes del mundo madrugaron y, en otras, trasnocharon. Internet iba ya ayer llena de comentarios de desapego, de conjeturas, de interpretaciones y, en algunos casos (aún los menos), de agradecimiento por todo lo bueno que sí tuvo la serie, sobre todo en sus primeras tres temporadas. Esa, tal vez, sea la herencia a destacar. Perdidos. Por elegir una, no al azar, sirve la hipnótica desaparición de la isla en el episodio final de la cuarta temporada. La isla, de hecho, era para muchos de los adictos a Perdidos el personaje principal de la serie, una suerte de maligno Sangri-la o, mejor aún, un reinventado edén en el que Abel y Caín eternizaban su disputa entre el bien y el mal. De hecho, en los más recientes capítulos los guionistas tontearon precisamente con ese juego pseudorreligioso. ¿Era Jacob un Abel moderno y el humo negro una metáfora de la bíblica quijada de burro? En ese instante, hace solo dos semanas, parecía avecinarse un final excepcional. Quince días después parece como si a los guionistas el miedo a la puritana sociedad estadounidense les hubiera atenazado súbitamente.

Epílogo exclusivo para quienes ya hayan visto el desenlace: los pasajeros del vuelo 815 de Oceanic Airlines murieron en un momento indeterminado de la serie. ¿Cuando estalló la bomba? Tal vez. Pero no solo murieron ellos. Murió la serie.