Análisis
La vida en un clic
Carles Feixa
Catedrático de Antropología Social (Universitat Pompeu Fabra)
CARLES FEIXA
El tiempo de internet, según la bella metáfora de Manuel Castells, es un instante eterno: la síntesis entre la fugacidad de todo aquello que surge, circula y desaparece súbitamente en la red (aunque los servicios de inteligencia mundial encuentren casi siempre la manera de registrarlo) y su permanencia en la memoria de personas de carne y hueso (una imagen, ahora y siempre, vale más que mil palabras). Al parecer, Snapchat es la última (o mejor dicho,
penúltima) forma de intercambiar información en el mundo digital, que hace tiempo dejó de ser una segunda vida -Second Life pasó de moda- para pasar a coincidir e incluso suplantar al mundo real. Y como sucede con otras aplicaciones digitales, es inicialmente recibida con una mezcla de fascinación y miedo por los usos y abusos que permite e incluso provoca. En este caso, el miedo a que la fugacidad de las imágenes que se envían fomente el acoso, la amenaza y la intimidación (sobre todo en el sobreprotegido ámbito de los usuarios privilegiados del mundo en línea: niños y adolescentes).
Aunque para los adultos Facebook
o Whatsapp sean aún novedosos e inquietantes, para los menores puede que sean ya algo desfasado y aburrido, y por eso deben buscar algo nuevo rápidamente. La vieja ley de la obsolescencia programada de las mercancías del capitalismo industrial se convierte en el motor central del capitalismo informacional (donde cada nuevo dispositivo queda desfasado apenas llega a las estanterías del centro comercial o de la tienda virtual). Pero en este caso la aparente novedad esconde una continuidad con prácticas culturales que ya tienen cierto tiempo.
El precedente de Flog
La costumbre de compartir fotos en internet y construir a partir de ellas mundos sociales surgió hace más de diez años (creo que incluso antes de Facebook) gracias a un aplicativo que hoy puede parecer obsoleto: el Foto-log o Flog. Cuando los adultos aún estábamos atrapados en el e-mail, los adolescentes ya habían descubierto el chat; y cuando los adultos nos iniciábamos en el chat, ellos ya habían llegado al Flog. Yo lo descubrí en Buenos Aires en el 2008, cuando me contaron la bella historia de los floggers, una de las primeras tribus urbanas de la era digital. Los floggers se caracterizan por un uso intensivo de los teléfonos celulares. Al principio se citaban solo virtualmente y colgaban sus fotos sin pudor, con nombres ficticios y rostros reales, participaban en chats y hacían amigos. Pero en el 2007, a una muchacha de 17 años, de avatar Cumbio, se le ocurrió convocar a sus amigos virtuales en el antiguo mercado central, reconvertido en centro comercial. La convocatoria tuvo gran éxito: Cumbio se convirtió en su líder y Nike (y luego el periódico Clarín) la contrató como trendsetter, fotógrafa-buceadora de las tendencias emergentes en la cultura juvenil.
Algo parecido puede suceder con el Snapchat: este clic que ahora nos da miedo puede servir para captar nuevas tendencias de un mercado iconográfico en expansión, que quizá revele lo contrario de lo que aparenta: la búsqueda de una nueva privacidad que nos proteja de la tiranía de lo público.
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