Los niños mauritanos sueñan con ir a la escuela

Algunos lo tienen directamente prohibido. Otros deben alimentar antes a su familia. Y hay más que están explotados por mafias que se lo impiden. Ir a la escuela y hacer los deberes es más un sueño que un derecho para los niños que viven en Mauritania. Una realidad que les impulsa a lanzarse al mar y emigrar hacia Europa.

En esta entrega del viaje de EL PERIÓDICO a Mauritania conoceremos la historia de Souleiman, Mohamed o Albalah, que dejaron de ser niños por el hambre y la guerra.

Capítulo 3

Un reportaje de
Elisenda Colell | Enviada especial
Con imágenes de
Pablo Blázquez (Save the Children)

Huyeron de la guerra de Mali hace tres años con su abuelo. Souleiman tenía tan solo 13 años y su hermano, 9. Ahora viven en Nuakchot, la capital de Mauritania, pero están a merced de un maestro coránico que les obliga a mendigar por las calles de la ciudad día a día. Mohamed el Bilal tuvo que dejar la escuela a los 12 años. Pasa las horas vendiendo cuscús por las calles y dando patadas a una pelota en la arena del Sahel, donde no es difícil ver a algún niño jugando o paseando por la arena cuando debería estar en el colegio. Abdalah lucha para ir a diario a clase, a pesar de que su madre ni puede comprarle material escolar ni una muleta que le ayude a andar.

Historias como estas explican por qué el 92% de niños en Mauritania no terminan la educación secundaria, una situación que el coronavirus ha agravado. Cientos de ellos no tienen documentación, y a los que sí la tienen el hambre en casa les obliga a dejar los libros.

Es habitual ver mendigando por la calle a niños explotados por mafias

"Todos queremos ir a Europa, lo que no queremos es morirnos", resume Hassan, un joven de 16 años que ha podido cursar el bachillerato gracias a las ayudas de las oenegés del país.

"Cada día tenemos que conseguir 500 ouguiyas [moneda mauritana]. Vamos por la calle y pedimos dinero a la gente que va en coche", cuenta Souleiman, refugiado maliense de 16 años. Su hermano menor tiene la misma tarea porque no le queda otra. Están presionados por un maestro coránico que, en principio, tendría que enseñarles a leer y a escribir.

No han tocado un libro. Souleiman explica su historia cabizbajo, es incapaz de alzar la mirada. Su hermano corretea por una azotea con una camiseta desgarrada que un día fue blanca.

"Tendremos que ir a España a ayudar a nuestras familias, a tener algún futuro", explica Habib Rosso, un mauritano de 14 años que habla francés y traduce todo lo que dice Souleiman en árabe. Rosso ha empezado a ausentarse de las aulas y le detuvieron por robar un móvil.

"Soy el hijo mayor de la familia y mi deber es devolver a mis padres lo que han hecho por mí", cuenta Habib, que ya ha empezado a dejar de ir a clase

El 92% de los niños mauritanos no terminan la escolarización secundaria. Una cifra que entre las niñas ya es acusada en la primaria.

En la comuna de Teyarett, uno de los barrios más pobres de Nuakchot, ni siquiera hay escuelas públicas. Es un barrio a medio construir, rodeado de arena, dónde viven las familias de inmigrantes llegadas de la zonas rurales o venidas de países vecinos. "Hay más de 200 niños que no constan ni en los registros", cuenta Rabia Cheihk, presidenta de la asociación de entidades sociales de la comuna. En barrios como estos, Save The Children, con el apoyo económico de la Agència Catalana de Cooperació, ayuda en la gestión de centros de protección de menores del gobierno Mauritano.

"Formamos a los profesionales para que detecten los casos de violencia, falta de escolarización... programamos reuniones de coordinación con las entidades, las autoridades, la policía e intentamos que haya protocolos de actuación, censos de menores, fichas de cada niño", cuenta Adama Sal, coordinador del proyecto. "Lo que nos pasa es que la gente no está acostumbrada a reunirse, a coordinarse, y a veces muchos se ausentan", prosigue Adama, que insiste en que trabajar en red es clave para proteger a los menores. "Las ayudas puntuales no cambiarán las cosas a largo plazo", argumenta.

En Tevragh-Zenia, otro barrio con altos niveles de renta, se cuentan por centenares los niños sin escolarizar y víctimas de violencia, explotación o desnutrición. Entre las casas con jardín, protegidas con muros y concertinas, viven familias enteras en haimas o casitas hechas de madera. El ayuntamiento reniega de la "mala gobernanza" de su estado, y ha aplicado un plan piloto en las 11 escuelas públicas de primaria. Consiste en dar una comida diaria todos sus alumnos. La medida ha reducido el absentismo escolar del 88% al 68%.

Pero es evidente que aún queda mucho por hacer. "Este niño mauritano no puede ir a la escuela porque no está inscrito en el registro. ¡Es incomprensible!" suelta a gritos Cheikh Limam Hadrami, profesor y coordinador de las entidades sociales del barrio. El niño se llama Mohamed El Bilial, tiene 14 años y hace dos que dejó los estudios. Ante la falta de posibilidades escolares la familia ya le ha encontrado un empleo: vender cous-cous por la calle. Otros trabajan en paradas callejeras o arreglando coches. "Cada día para ir a la escuela me encuentro unos niños de 8 y 9 años en el taller mecánico que tuvieron que dejar la escuela para ponerse a trabajar. Son las consecuencias de un país donde la escolarización de los niños no se considera obligatoria ni necesaria", lamenta el maestro.

El cierre de los colegios durante la pandemia del coronavirus ha empeorado la situación de los menores. "Hay niños que durante estos meses trabajaron y sus padres ya no ven la necesidad de que vuelvan".

El derecho a ser escolarizados es algo que los niños inmigrantes en Mauritania, directamente, tienen prohibido. "Los que no tienen papeles no pueden pasar los exámenes oficiales", explica Leydy Ndiaye, presidenta de la Organización de Migrantes de Nuadibú (OMN). Esta entidad atiende unos 500 niños y les da clases informales. "Algunos viven con sus padres, otros están migrando solos y trabajan. Hay niños abandonados por los padres al coger la patera porque no se pueden hacer cargo de ellos o los han dejado huérfanos porque han muerto en el mar", describe Ndiaye. "Si no fuera por la OMN, mis hijos no sabrían leer ni escribir", cuenta Amadou Parou, un barbero guineano que, junto a su mujer y sus dos hijos, llegó hasta Nuadibú para buscarse una vida mejor en 2010.

"Sueño con tener una bicicleta y una pierna", dice Abdalah Mojamed, un niño de 7 años que recibe una mochila nueva, libretas, bolis y lápices. Cuando tenía pocos meses una bombona de butano le estalló y perdió la pierna para siempre. Anda con la única muleta que ha tenido en toda su vida, que ahora le llega a la altura de las rodillas. "No sé cómo acabará la escuela..", cuenta su hermana mayor. Hijos de una madre divorciada que no ven en todo el día, sus perspectivas escolares son, si más no, complicadas.

Los niños mauritanos no tienen fácil seguir en la escuela, pero es que los que nacieron fuera del país tienen denegados los estudios secundarios

Por eso la labor de las entidades sociales es encomiable. En Tevragh-Zenia, una agrupación de oenegés locales da cobijo a los niños de la calle y les ayuda a volver a estudiar. "Nos encontramos con unos niños venidos de las aldeas que estaban trabajando en la calle para poder pagar la patera para ir a las Canarias. Decidimos alojarles y cada mes mandamos comida a sus familias. Desde entonces han vuelto a la escuela y dicen que ya no quieren jugarse la vida en el mar", cuenta el presidente de la entidad.

"Claro que queremos ir todos a España, a Europa. Toda familia quiere que sus hijos estudien allí, porque es el único futuro que tenemos", cuenta otro chaval alojado en este piso. Se llama Hasam, un chico de 16 años cuya familia vive en una aldea en medio del Sahel. "Tienen caballos, ganados... pero la falta de lluvias nos está afectando mucho. Cada vez hay menos comida para el ganado y son muy pobres", explica. Él vino hasta la capital para estudiar secundaria. "Si no me hubiera encontrado con esta oenegé no sé donde estaría", prosigue. Tiene asumido que es la esperanza de su familia, pero no quiere ir en patera bajo ningún concepto. "No queremos morirnos en el Mar, solo queremos un sitio donde podamos vivir, estudiar, trabajar y tener derechos", prosigue. Sueña con seguir estudiando. "Si saco buenas notas quizá consiga una beca en España para estudiar en la Universidad Politécnica", confiesa ilusionado.

Este reportaje se ha publicado en EL PERIÓDICO en noviembre de 2021

Textos:
Elisenda Colell
Imágenes:
Pablo Blázquez
Infografía:
Francisco J. Moya y Alex R. Fischer
Coordinación:
Rafa Julve

Agradecimientos: Save the Children