EN EXTINCIÓN
Así sobrevive el último negocio de Madrid que repara máquinas de escribir: "Es irónico que mis clientes sean directivos de Google"
Antonio García, al frente de Máquinas Montilla desde el fallecimiento de su padre en 1989, continúa reparando entre 30 y 40 maquinillas al mes

Antonio García se encuentra detrás del mostrador de Máquinas Montilla, el último negocio en Madrid dedicado a la reparación de máquinas de escribir. / ALBA VIGARAY
El traqueteo de las teclas y el olor a productos químicos despertaron a Antonio cada sábado de su juventud, cuando su padre trabajaba en un taller improvisado al otro lado de su habitación. Daba igual que se hubiera acostado tarde o que le apeteciera dormir un poco más, pues no descansaba ni los domingos. De lunes a viernes atendía decenas de clientes en el número 12 de la calle Narciso Serra y los fines de semana continuaba su labor en casa. “Era muy trabajador, responsable y buen hombre. Gracias a él me aficioné a la mecánica, a abrir trastos, verles las tripas e intentar reconstruirlas”, relata Antonio García (57), su hijo y dueño actual de Máquinas Montilla, el único negocio en Madrid dedicado a la reparación de las casi extintas máquinas de escribir. Tras su fallecimiento de su padre en 1989, tan solo unos años después de abrir el negocio, fue él quien tomó las riendas de la empresa que ahora continúa restaurando entre 30 y 40 aparatos al mes: “Es irónico que directivos de Google me traigan sus teclas a arreglar”. El local, de tan solo unos metros de profundidad, es lo más parecido a una cápsula del tiempo en el centro de la capital.
En 1868, Christopher Latham Sholes creó en Milwaukee, Wisconsin, el primer equipo de mecanografía, que sería patentado un año más tarde bajo la marca E. Remington and Sons. Sin embargo, no sería hasta 1912 cuando se registrase en España a manos del alicantino Abelardo Toledo Carchano. Comercios como Sánchez Alba, Olivetti o El Siete fueron pioneros en el país, a las que más tarde se sumaría la familia García. Su dueño, que cuenta los días para la jubilación, siente la soledad en un gremio del que ya no quedan supervivientes. “Somos todos mayores y nos vamos retirando. Uno de los pocos que quedaban, con tienda al final de la calle Alcalá, se jubila este año y me va a traspasar todas sus piezas. Es mejor que queden en mi mano que en la de otra persona”, añade. Si bien existen establecimientos en Madrid que venden estas maquinillas retro, Montilla es el único que se dedica íntegramente a su reparación y cuenta con encargos de toda la geografía nacional. “País Vasco, Canarias o Baleares son comunes. Hay que protegerlas bien, como si fueran a otro planeta. Al final, pasan por muchos barcos, camiones y aeropuertos.
Entre tres y 120 horas
La clientela ha disminuido con el tiempo. Sin embargo, Antonio sigue cosechando decenas de subsanaciones a sus espaldas. “No es para echar cohetes, pero se va sobreviviendo. Podemos pagar las facturas”, reconoce. El alquiler del espacio es su mayor gasto, al que no sabe de qué forma hará frente en caso de que su precio continúe creciendo: “No me extraña que estemos cerrando todos, la vida es muy cara y la gente quiere encontrar una salida”. Cada arreglo es un mundo, dice. Algunas, que apenas necesitan una puesta a punto o una limpieza en profundidad, se demoran unas horas y su coste no supera los 100 euros. Otras, en cambio, han llegado a necesitar más de 120 horas. Es decir, entre dos y tres meses. “Varias han venido de inundaciones, repletas de óxido. Mucha gente las guarda en los trasteros y no saben que son obras de arte, pero, de repente sucede algo y se arma la de Dios”, bromea. Aún recuerda con nostalgia cuando, en sus 20, asistía a los cursos que Olympia impartía en la calle Ayala. “Íbamos de varias tiendas y aprendíamos a usar los ejemplares nuevos. Era una forma de ponerte en contacto con el gremio, una especie de congreso”, suma.
Las hay de los años 80, también de la década de los 2000, que fueron las últimas en producirse. Suelen llevar toda la vida olvidadas en un desván y otras siguen cumpliendo su uso a día de hoy. En su caso, siente devoción por los modelos tradicionales, aquellos que compraron "con toda su ilusión" nuestros abuelos , que las pagaban a plazos. Antiguamente, no todas las familias podían permitirse tener una en casa: “El desembolso era importante. Pagaban una tecla al mes”. En cambio, las recientes son, según él, el reflejo del consumismo actual: “Usan cartuchos que no duran nada, cuestan un dineral y las letras de las teclas se borran enseguida porque son materiales de mala calidad. Se han fabricado con la mínima inversión posible, para sacarle el mínimo rendimiento”. Él, que todavía emplea la suya a la hora de modificar facturas o albaranes, confiesa detestar el proceso de encender el ordenador: “Siempre hay que andar actualizando el Windows y encender la impresora constantemente. Para mí sigue siendo práctica. Es como la grapadora, no le veo sustitución”. En caso de que la pieza ya no exista o sea difícil de encontrar, García la fabrica él mismo con un torno y una lima.
El retorno de lo 'vintage'
La pasión que heredó Antonio desde que tiene uso de razón hace que, a día de hoy, continúe siendo uno de los pocos profesionales resistiendo en nuestro país. El letrero blanco y rojo a la entrada de la tienda se parece a una ventana que mira al pasado con melancolía. “Su interés vino por el auge que tuvieron marcas como Remington o Smith Corona en España durante los años 50 o 60, al igual que ocurre actualmente con las criptomonedas o la inteligencia artificial”, explica. Cuando, en su juventud, comenzó a trabajar “codo con codo” junto a su maestro, entendió la sensación de su padre cada vez que terminaba un encargo: “Compensa mancharse de grasa porque parece que la hayas creado tú”. Pese a haber estudiado informática, el veterano jamás cambiaría su taller por una pila de pantallas y cables, de los que se cansó al poco: “Era muy monótono”. A día de hoy, ante la escasez de puntos de venta especializados, el madrileño es un habitual en los comercios y plataformas de segunda mano: “Algunas firmas fabrican teclados todavía, pero no son compatibles con nuestro idioma”. Es por eso, que los entendidos del sector reciben piezas de otros donantes.
Por la puerta entran clientes de todo tipo. Hombres y mujeres, unos más jóvenes y otros que superan la ochentena. Desde escritores que “prefieren dejar su obra plasmada en un papel en vez de en el archivo de un hacker”, hasta adolescentes que sienten curiosidad. García, que ha vivido el retorno de las maquinillas en la era digital, rememora cuando sus predecesores visitaban las oficinas locales para hacer el mantenimiento pertinente: “Ahora lo normal es usar el correo electrónico, por eso me llama la atención que las nuevas generaciones se interesen por este artefacto”. En una sociedad dominada por lo efímero, el último vestigio de lo vintage se aferra con fuerza a la generación Z en un intento de preservar la esencia del trabajo artesanal: “Evolucionamos y vemos que hay cosas hechas a conciencia con el fin de prevalecer en el tiempo. Los ingenieros que las hicieron plasmaban la inmortalidad a través de sus trabajos, como los pintores”. Un pensamiento que choca directamente con el hacer contemporáneo, amigo del “usar y tirar” en todas sus vertientes.
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