Luna de agosto
Adopta un salmonete
Las subastas de pescado en lonjas abiertas al público florecen como reclamo turístico en pequeñas poblaciones a pesar de las bajas capturas por la reducción de las flotas y la elevada temperatura del mar
Jorge Fauró
Periodista
En una pequeña lonja del Mediterráneo, el subastador se conjura para captar la atención del público mayoritariamente familiar que, a esa hora, las seis de una tarde sofocante de agosto, deja temporalmente sus aperos de playa al cuidado de otros bañistas o a la vista de los descuideros. Al calor asfixiante de los 37 grados que marca el termómetro, la competencia es feroz: o el chapuzón reparador a unos metros de la lonja, donde los turistas se solazan contra un calor infernal junto a la orilla del mar, o pasar una hora a la sombra al cobijo de una decena de ventiladores y colmar el carro de la compra a base de sepias, salmonetes, varias bandejas de pajel, dentón y alguna lubina. Todo a buen precio. Sin intermediarios. Del barco al cliente. Hoy no hay pulpo.
Estamos en la lonja de El Campello (Alicante), una de las 11 que están repartidas por esta provincia y que abre sus subastas al público, no solo a los profesionales. Es una lonja pequeña en comparación con la potente Santa Pola. Ambas apenas constituyen dos gotas en el Mediterráneo al lado de sus homólogas de A Coruña, Vigo, Barcelona, Cádiz e incluso Madrid, que se nutre de todas ellas hasta conformar uno de los mercados mayoristas de secano más grandes de Europa.
Pero este singular almudín marinero de apenas 200 metros cuadrados no está pensado para los mayoristas. Pocos son los hosteleros y ningún pescadero (o pescatero, en su acepción valenciana) que se dejan caer por esta alhóndiga marina. La paulatina aminoración de la armada local, que vivió tiempos de gloria a principios de la década de 1970 —hasta 200 barcos de pesca aseguran los del lugar que llegó a contar la cofradía—, ha reducido la flota a siete. Lo discreto de las capturas y la alta temperatura del mar, que ha alcanzado registros históricos de hasta 30 grados —los pescadores del Mediterráneo conocen bien los efectos de la crisis climática—, han rebajado el número de kilos a subasta, aunque no ha conseguido amilanar el ánimo de las más de cien personas que se agolpan en la lonja en busca de gangas.
El día anterior, la subasta reunió a casi 200, la mayoría de ellas de vacaciones. Vicente Baeza, el subastador, funciona como un speaker que logra ‘hipnotizar’ al público a lo largo de todo el proceso con una verbosidad que atrapa a la audiencia. 34 años lleva en la cofradía y apenas seis meses vendiendo en la lonja el pescado que llega al muelle. Se ajusta el micrófono y ya nada le detiene durante una hora: «A algunos ya los conozco, otros seguro que están de vacaciones. Que levanten la mano los que estén de vacaciones. Aquí viene Puigdemont y nadie se entera. Vino ayer a comprar pescadilla», bromea al día siguiente de que el expresidente de la Generalitat de Catalunya compareciera públicamente en Barcelona para desaparecer acto seguido. Será porque siempre he estado yo / del lado del pescado que / nunca había pensado que el pescado / fuera a estar del otro lado (Juan Perro, Charla del pescado, 2000).
El chascarrillo ha calado entre los asistentes y acaba por atrapar la atención de los compradores, repartidos alrededor de una larga mesa donde se expone el género del día. Cada madrugada, la flota de esta localidad que cambió la base de su peibé y hace décadas vive del turismo y del sector inmobiliario se hace a la mar y regresa al alba. O al mediodía, según se dé la faena. Practican el trasmallo (el método tradicional de redes) y el palangre. A diferencia del mercado del arte, por ejemplo, la subasta de pescado fija un precio de salida que va de más a menos hasta que el comprador interesado levanta la mano y detiene el proceso. El subastador presenta la primera oferta: «Cuatro cuarenta, treinta, veinte, diez. ¡Cuatro euros! ¿Alguien la quiere?», ofrece la primera bandeja por encima del precio estimado por el armador, que ha fijado previamente un mínimo. Todas las ofertas por debajo de ese mínimo se desestiman.
En pequeñas localidades como El Campello, las subastas han pasado a ser un reclamo turístico con apoyo económico de los gobiernos local y autonómico, aunque también una oportunidad de ahorro. Aquí se vende al peso. Un matrimonio que acude con su hijo pequeño, adormilado en un carrito que acumula toallas, cubos y palas, abandona la lonja con una buena provisión para la semana y entre tres y cuatro euros menos por kilo respecto al precio ofertado en el supermercado. En menos de una hora, la subasta se da por acabada y apenas queda sobre la mesa una bandeja de salmonetes a la espera de adopción. Hoy Puigdemont no ha aparecido.
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