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Jorge Dioni: "Las ciudades han sustituido a los vecinos por clientes"

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El autor de 'La España de las piscinas' ha analizado en un nuevo ensayo el devenir de las grandes urbes, convertidas cada vez más en lugares de paso para turistas y nómadas digitales que expulsan a los habitantes

Jorge Dioni

Jorge Dioni / David Castro

Juan Fernández

Juan Fernández

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El urbanismo no es solo avenidas y rotondas, también es vecindad y maneras de vivir. Hace dos años, el ensayo 'La España de las piscinas' armó un cierto revuelo por el análisis sociológico tan revelador que ofrecía del paisaje de chalés adosados y urbanizaciones cerradas que legó el boom inmobiliario de 1996-2008. Ahora, su autor se ha fijado en otra expresión de ese mismo fenómeno: la transformación de las ciudades en «productos de consumo para visitantes que expulsan a sus habitantes», según sus palabras. En 'El malestar de las ciudades' (Arpa), Jorge Dioni (Benavente, Zamora, 1974) recuerda que la forma como nos relacionemos definirá lo que seremos como país en el futuro.

Si comparamos una foto de cualquier ciudad española de hoy y de hace 25 años, diríamos que están más arregladas, más limpias, más cuidadas... A primera vista, uno se pregunta cuál el malestar.

Depende de la ciudad. En las turísticas, lo padecen los vecinos que han tenido que irse de sus barrios porque no pueden hacer frente a la subida de precios de la vivienda ni desarrollarse en la nueva fisonomía urbana. La ferretería de la esquina es hoy una tienda de 'souvenirs' y el bar de menús del día es ahora un restaurante de 50 euros el cubierto. En ciudades menores como Benavente, donde crecí, el malestar consiste en ver desaparecer su actividad comercial. Los vecinos de la comarca que antes venían al mercado de los jueves y le daban vida al pueblo, ahora compran en los centros comerciales de Valladolid o León.

Hoy las ciudades transmiten vitalidad, están llenas de actividad.

Tenemos la sensación de que en las ciudades hay más gente que nunca. Quieres reservar mesa en un restaurante y está completo, quieres ir a un concierto y no quedan entradas, todo está lleno. Sin embargo, el censo de las grandes urbes apenas ha cambiado en 20 años. Toda esa gente que vemos en las calles es población flotante. Nómadas digitales, turistas, leoneses que van a Madrid a ver un musical, madrileños que va a Barcelona de fin de semana, o llegan de Oslo, o de Milán... La clave es el movimiento.

¿El turismo se ha cargado las ciudades?

Soy un defensor del turismo por su poder democratizador. Nuestros abuelos no pudieron salir del pueblo porque viajar estaba reservado a las élites. El problema es que hemos asumido como verdad absoluta e incuestionable que las ciudades deben dedicarse en exclusiva a atender a los visitantes. Las ciudades se han convertido en productos en venta destinados a esos viajeros y los vecinos han sido sustituidos por clientes. El turismo es la forma más fácil para llevar a cabo esa operación. La otra era vender los espacios, los edificios, que es a lo que nos hemos dedicado en los últimos años.

¿Nos hemos dedicado?

Todos hemos acabado adoptando esa lógica. Fíjese: los culés se escandalizaron el día que vieron el Camp Nou forrado de camisetas blancas del Eintrach de Frankfurt en un partido de la Europa League. ¡Pero fueron los socios los que les habían vendido sus asientos! Decidieron monetizar su trocito de estadio igual que hemos monetizado el servicio de limpieza, el de agua, el de salud… Aquel día, el entrenador confesó haberse sentido forastero en su campo. Es lo mismo que sienten muchos ciudadanos cuando pasean por sus ciudades y ven que todo ha sido vendido a entidades privadas.

¿Nadie lo advirtió?

Esta transformación ha ocurrido delante de nuestros ojos, pero ahora muchos se sorprenden. En 1992, Barcelona lanzó un ¡Hola! al mundo y resulta que millones de personas respondieron. Si traes a 14 millones de visitantes todos los años y a otro medio millón más de trabajadores para atenderles, no te extrañes luego de que el catalán desaparezca de las calles, porque ni el nómada digital ni el que ha venido a servirle tienen el menor interés en aprender un idioma que no usarán cuando estén en Zúrich o Copenhague el mes siguiente. Yo sí lo aprendí, porque vine a Barcelona para quedarme, no para usarla como ciudad de paso. De hecho, viví aquí diez años.

Si traes a 14 millones de visitantes todos los años y a otro medio millón más de trabajadores para atenderles, no te extrañes luego de que el catalán desaparezca de las calles

¿Cómo ve Barcelona hoy?

Es una ciudad cansada. Barcelona decidió adaptarse al turismo y apostar por la industria del movimiento y hoy pide a gritos poner freno a tanto movimiento, desde el tráfico rodado a los cruceros, desde los grandes eventos al precio de la vivienda. La última casa que alquilé en Barcelona, a finales de los 90, me costaba 70.000 pesetas (450 euros). Era un señor piso en el Eixample. Hoy vale tres veces más, pero los sueldos no han subido en esa proporción. Así no hay quien viva.

¿Dónde se posiciona en el debate del modelo de ciudad que se discute para Barcelona?

Hay quien piensa que debería seguir apostando por la industria del movimiento y competir con Madrid por ser la gran ciudad del sur de Europa. Creo que es un error y que esa batalla la tiene perdida. Madrid tiene mucho campo a su alrededor y puede seguir creando nuevos barrios, pero Barcelona está rodeada por un cinturón urbano que le impide crecer más. Creo que la ciudad no necesita un nuevo aeropuerto, ni unos Juegos Olímpicos de Invierno, ni más llegadas de cruceros.

¿Qué le parecen las ‘superillas’?

El urbanismo es un tema muy delicado. A veces, lo que arreglas en un punto de la ciudad causa malestar en la otra punta. Las ‘superillas’ están bien, pero en un modelo de vivienda desregulado como el que tenemos, en el que el dinero es el que manda, una mejora en una calle puede acabar atrayendo a la especulación y expulsando a los vecinos. La gentrificación verde no es ningún invento.

¿Qué opina de los carteles de ‘Tourist, go home’ que aparecieron hace años en Barcelona?

Que son una nueva victoria de los especuladores, porque así consiguen que nos enfrentemos entre nosotros. El turista no tiene culpa de nada. El que hizo esa pintada también es turista cuando viaja. Hay que mirar al que está arriba y se está forrando con este sistema. Si una familia catalana de las de toda la vida vende la industria del abuelo y con ese dinero compra un edificio en el Gòtic para convertirlo en apartamentos turísticos, luego no pueden quejarse de que la ciudad se llene de visitantes que no quieren que les hables en catalán.

Las 'superillas' están bien, pero una mejora en una calle puede acabar atrayendo a la especulación y expulsando a los vecinos. La gentrificación verde no es ningún invento

¿Las ciudades han perdido su alma?

Tienen otra distinta. No quiero parecer nostálgico, solo señalo hacia dónde vamos. Nuestros hijos aprenderán inglés y con esa lengua franca vivirán temporadas en París, Praga o Berlín, que serán ciudades mestizas. Estoy a favor del mestizaje, porque la cultura crece en el encuentro, pero es difícil que este se dé cuando la ciudad solo funciona como lugar de paso, no como sitio de estancia e intercambio. El migrante del siglo XX llegaba a un sitio para quedarse. El del siglo XXI está siempre en movimiento. Estamos ante un cambio de paradigma. La evolución del significado de la palabra 'experiencia' ayuda a entenderlo muy bien.

¿Perdón?

En el pasado, este término hacía referencia al saber que una persona acumulaba a lo largo de su vida. En cambio, hoy alude al impacto emocional que alguien recibe un momento muy concreto. Hoy la gente no quiere acumular experiencia como la entendíamos en el siglo pasado, solo quiere coleccionar experiencias sucesivas. El nuevo uso de las ciudades tiene mucho que ver con esa nueva forma de entender esta palabra.

El otro día, un alcaldable dijo que quería atraer talento a su ciudad.

Lo tiene fácil: que ponga pisos baratos para jóvenes en el centro de la ciudad. Ellos son el talento, no hay que traer más, se trata de no echarles. Los grandes fenómenos culturales del siglo XX los hicieron jóvenes que vivían juntos en el centro de las ciudades. Allí podían encontrarse, hablar, crear, amar... Así fue la Viena de 1900, el París de los años 20, el Liverpool de los 60, el Madrid de la Movida… Esos jóvenes vivirían hoy en el extrarradio, lejos los unos de los otros. Si dispersas a la gente, dejan de pasar cosas. Esto no va de urbanismo, va de cultura.

¿Ese destino que pronostica para las ciudades es evitable?

Sí, regulando el mercado. La palabra regulación pone nerviosa a mucha gente, pero los grandes avances del siglo XX, como la carrera aeroespacial o el nacimiento de internet, se hicieron en mercados regulados. ¿Por qué tanto miedo? No se trata de cargarnos el turismo, sino de evitar que las ciudades expulsen a sus residentes.

Para atraer el talento solo hay que poner pisos baratos para jóvenes en el centro de la ciudad. Ellos son el talento, no hay que traer más, se trata de no echarles

¿Y eso cómo se consigue?

Haciendo que algo tan importante para las ciudades y sus habitantes como son las casas donde vive la gente, dejen de ser el producto más atractivo y rentable que hay para la especulación financiera. Hace años, este país puso una alfombra roja a los inversores extranjeros para que compraran nuestro parque de viviendas. Habría que empezar por quitar esa alfombra y lograr que quien tenga dinero vea más rentable invertirlo en una empresa verde o tecnológica que en una 'socimi' inmobiliaria. El otro día vi en el metro un cartel publicitario que me dejó boquiabierto. Se veía a una mujer que decía. “¡Ladrillo, Matías, ladrillo, invierte en algo que puedas tocar!”. No es posible que sigamos convirtiendo la vivienda en un producto especulativo.

Alguien le diría: es el mercado, amigo.

Si seguimos permitiendo que se privatice todo, ya sabemos el final. Cuando dejas de ser ciudadano y te conviertes en cliente, los derechos que antes tenías garantizados, ahora solo accedes a ellos si puedes pagarlos.

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