Agua corriente

Un silencio de siglos

La escritora Emma Riverola se pone en la piel de un hombre que debe elegir si reproduce la herencia del agravio

hombre con sopa humeante

hombre con sopa humeante / ACTIVOS HOMBRE CON SOPA HUMEANTE

Emma Riverola

Emma Riverola

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¡Cállate ya! Dices cada tontería… Y la frase se quedó ahí, grabando un surco en la memoria del hijo. También el rostro de su madre: labios prietos, mirada gacha, un ligero temblor en las manos. El padre hundió la cuchara en el plato, la colmó, tragó y a por la siguiente. Engulló, como siempre que se ponía nervioso. A ella le costó tragar, el silencio era espeso. Diez, veinte segundos. Al fin, la mujer inspiró un poco más hondo y levantó el rostro. Aquí no ha pasado nada, pareció expresar en aquella sonrisa forzada. Una máscara. Se levantó para recoger los platos y la sopera, pero esas manos…  

¡Mira que eres torpe! Ni una olla sabes coger… Otro surco en el vinilo de la memoria. La madre musitó una excusa, se dirigió a la cocina con la torre bamboleante de cacharros y regresó, apresurada, con el recogedor, la escoba y una bayeta húmeda para la alfombra. De nuevo, a la cocina. Otra vez de vuelta. Anunció el segundo plato con un forzado tono desenfadado: ¡Pollo con ciruelas! El niño se relamió, era su guiso preferido. La mujer sirvió. El padre se lanzó a comer antes de que ella acabara de llenar el resto de los platos.  

Está frío… El padre lanzó el dictamen sin levantar la voz. Cargamento de hielo contra la línea de flotación de su objetivo. Más surcos en el disco negro de la memoria del hijo. ¿Te lo caliento?, inquirió la madre. El padre siguió comiendo sin responder. Todos imitaron el gesto. Llegó el postre, el café, la tarde y los años. El vinilo fue conformando su mapa, y el crío dejó de ser un crío. 

Ya hombre, sentado a otra mesa, ante otra olla, con otra mujer que es su pareja y otro niño que es su hijo, la obra está a punto de comenzar. En el aire, una discrepancia. Ella expresa su opinión con la misma pasión con la que él acaba de proferir la suya. Él eleva un grado la rudeza de su respuesta. Ella le responde, no está de acuerdo. Él expone sus razones. Ella contraataca con otras. La tensión va escalando. Dos puntos de vista, ambos legítimos. Te equivocas, zanja él. ¿Me equivoco?, inquiere ella. 

Y la escena se detiene. El sol de invierno se agacha un poco más. Un soplo de viento agita las hojas del platanero, tiemblan tras la ventana. El invierno se recrudece, como siempre ocurre en la memoria. Una pátina dúctil y ligeramente sombría parece extenderse por la sala. El sofá transita del anaranjado al granate. Las sillas parecen más grandes, también la mesa. De hecho, todo anda descolocado. La librería ya no es aquella de Ikea que le hizo sangrar cuando la montaba. ¿Y esas enciclopedias? La alfombra se ha poblado de estampados orientales, hay una pequeña mancha junto a la mesa. No hubo manera de sacarla. 

Si respirara hondo le llegaría un aroma viejo de sopa con demasiada col y un trazo dulzón. Pero el aire se ha espesado demasiado para esa inspiración profunda. Tiene que rasgar el silencio. Si no, acabaran asfixiados. Ahogados sin remedio entre un ‘no sabes’ y un ‘te equivocas’, entre olores muertos y un frío de años. Busca las palabras, rebusca bajo la piel, en ese latido que siente más acelerado, en esa amargura que quiere escapar del estómago. De repente, un sonido.  

Es un rumor, un eco. Se ha puesto en marcha: el viejo tocadiscos. La aguja ya alcanza los primeros surcos. No distingue las palabras. No importa, es otra cosa la que se quedó grabada: esa batalla desigual entre la voz y el silencio, entre la dominación y la sumisión. Entonces, él era un espectador, un peón que asistía a un espectáculo, que aprendía. La aguja sigue penetrando en su memoria. Puede sentir la ira y el alivio al escupirla, el desprecio hacia quien pretende interferir en su opinión, en su camino, en su potestad. El disco gira, la estancia gira, también los rostros que lo rodean. Solo permanece inalterable ese silencio de alma pretérita, de mordazas de siglos. Sabe que tiene que detener ese vinilo, también decidir en qué posición lo paraliza. Porque él puede elegir.  

¿Me equivoco?, de nuevo la pregunta. Él toma otra cucharada de crema. Te ha quedado buenísima, responde. Perdona, cariño, se me ha ido la olla.  

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