Agua corriente

¿No lo oyes, ministro?

La escritora Emma Riverola se pone en la piel de uno de los inmigrantes muertos en el asalto a la valla de Melilla el pasado verano

Valla Melilla

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Emma Riverola

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¿No llegó su voz hasta tu atril, ministro? ¿No percibiste su aliento durante tu disertación? Si callas y cierras los ojos, quizá puedas oír su voz.  

Si él pudiera hablar, quizá trataría de relatar su existencia. Recuerdos que siempre se funden en un mismo miedo. Hombres de mil noches y mil lugares que rasgan sus sueños. Eran bellas sus quimeras. Poder comer todos los días, dormir por las noches, vivir tranquilo, amar sin desespero, ser padre sin enterrar a sus hijos… Demasiado ambicioso, le dijeron. Codicioso. Ansioso. Vehemente. Violento. Sí, eso, violento.  

Si él pudiera moverse, estaría buscando nuevos caminos por los que avanzar. También por los que huir. Era un experto en eso. Correr por los caminos polvorientos que le alejaron de un hogar arrasado. Dejarse el cuerpo y el alma para atravesar el desierto. Cubrirse de un caparazón para no sentir los golpes, las violaciones, las torturas. Acomodarse donde no hay lugar. Tratar de mantenerse a flote. Aguantar. Resistir. Sí, eso, resistir.  

Si él pudiera oír, seguiría aprendiendo palabras nuevas. Para saber cuándo es bienvenido… o para ponerse en alerta. Lomo erizado por el terror. Piel aguijoneada por la ansiedad. Músculos en tensión. Listo para huir. Preparado para tratar de protegerse de las palabras dardo. Esas que le acusan. Esas que le escupen.  

Adiós a los sueños

Pero ni habla ni se mueve ni oye. Porque él ya está muerto. El suyo era uno de esos cuerpos que agonizaron en la valla de Melilla. Golpeados, pateados, aplastados. Como ratas, murieron. Adiós a los sueños, a los caminos, al descanso. Murió como vivió, al margen de la dignidad. Héroe de la nada. Materia de deshecho.  

Si aún oyera, habría podido escuchar las palabras de Fernando Grande-Marlaska. Ese ministro de un gobierno progresista. Hasta diez veces utilizó el político la palabra violento en su comparecencia parlamentaria por el trágico asalto a la valla. Un intento de entrada “violento, repito: violento”, dijo. Es cierto, hubo violencia. Hasta 23 migrantes murieron. Las organizaciones no gubernamentales aumentan la cifra a 37. La sangre bañaba el asfalto. Manos y pies rotos. Piel desgarrada. Cabezas reventadas. Los heridos permanecieron horas sin ningún tipo de asistencia médica. Amnistía Internacional también ha hablado: “Urge una investigación independiente que establezca responsabilidades [de] una tragedia que no solo no debe repetirse nunca más, sino que no puede quedar impune”.  

Si él aún se moviera, su destino seguiría poblado de huidas. Corre, la policía anda pidiendo documentación. Huye, que esos andan con navajas. El corazón que se dispara y ese sudor que luego se queda helado. Un frío que no se saca. Y ahí están los CIE. Esos lugares que huelen a invisibilidad y abandono. Celdas y golpes y silencios. Suicidios que no lo son. Y frío. Y comida deficiente. Y, al fin, si no hay milagro: deportaciones. El retorno a la casilla de salida. Con las pupilas saturadas de horror.  

Si él aún respirara, quizá se preguntaría por nuestros aspavientos ante la victoria de Meloni en Italia. Tampoco entendería tantos análisis sobre cómo frenar a la ultraderecha en Europa. Qué tremenda contradicción lamentar una opción política que, al cabo, sintoniza con el trato real que tantos migrantes reciben de la UE. Son sus gobiernos, de distintos colores políticos, los que están conduciendo a los migrantes a la muerte en el mar o a las torturas y violaciones en Libia. Son nuestros Estados los que de una forma oficial están considerando a esas personas como seres de segunda, privándolos de derechos y condenándolos a la exclusión social. Cuerpos sin alma que pueden ser golpeados y asesinados sin rendir cuentas.  

Si  él, si ellos fueran escuchados, incluso podrían advertirnos del suicidio de Europa. ¿Qué futuro nos espera cuando estamos traicionando los valores que nos unieron? Aceptar que podemos exhibir el desprecio, convertir vidas humanas en un tormento y no ser juzgados por ello, así se alimenta a la ultraderecha. Los discursos del odio se elevan sobre un silencio de muerte.