"Nunca había dicho que no me sentía a gusto con mi cuerpo"

Lo que esconde un nombre: cambio de género en un pueblo de Córdoba

Un adolescente narra la transición de cambio de género en una pedanía de 150 habitantes

Víctor, junto a sus padres, Francisco y Raquel. JOSÉ JUAN LUQUE

Víctor, junto a sus padres, Francisco y Raquel. JOSÉ JUAN LUQUE / JOSÉ JUAN LUQUE

Juan José Luque

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Estuvo varios días pensando si darle al botón de enviar. Le pusieron un diez en la redacción. Pero le costó. Era primera hora de clase, las ventanas abiertas, las caras adormecidas, una clase silenciosa, nadie se conocía. En octubre nadie se conoce. El cambio asusta. Un centro nuevo, profesores que nunca había visto. ¿Quién hay a mi lado? De él solo sabían que se sentaba en primera fila y que tenía el pelo largo. No era obligatorio leer la redacción. Podían seguir siendo anónimos. ¿Quién quiere leer? Él alza la mano.

Práctica 1: Preséntate

El nombre no te define, pero a él el nombre le pesa. Quiere desprenderse de él. Ya le ha dado al botón de enviar, no hay marcha atrás. Durante un minuto y treinta segundos lee, lee nervioso ante veinte adolescentes y algún adulto, el folio tiembla, y acaba con la frase que lleva años gritando en su interior: «Me llamo Víctor».

«Nunca había dicho que no me sentía a gusto con mi cuerpo, y llevaba tanto tiempo deseándolo...». Hay fechas que fabricamos con dosis de valentía, fechas insustanciales que se vuelven brillantes, que no tienen velas, pero que nunca se te olvidan. El 20 de octubre es el día de Víctor. Tenía 16 años. «Fui a la psicóloga con mi padre y se lo dije: ‘Yo no me siento niña’. Se quedó muerto. Ella me preguntó por mi infancia y le dije que yo les di señales a mis padres, que no quería vestidos, que le quitaba la ropa a mi hermano, que lloraba porque me crecía el pecho, pero ellos no quisieron verlas».

Víctor se liberó, pero quizá no intuía el camino que le esperaba. Tres días más tarde se sienta frente a su madre, Raquel, y no le salen las palabras. Solo habla ella:

--¿Qué te pasa, yo quiero saber por qué has ido al psicólogo, que soy tu madre? «Yo la evitaba porque mi padre me había dicho que no se lo dijera, que no se lo iba a tomar bien». Raquel le habla, se habla. «Me dijo que eso cómo iba a ser, que la gente del pueblo, que era muy difícil, que por qué no me quedaba así, que viviera mi vida como mujer, siendo lesbiana, y yo le dije que no porque yo no me sentía así, que yo no era lesbiana, que era un niño». 

¿Y lo entendió? «No, se metió en la cama y estuvo ahí llorando unos pocos de días más». 

A las afueras de Posadilla

Víctor respira, coge aire, aire puro del campo, a las afueras de Posadilla, una aldea al norte de Córdoba de apenas 150 habitantes. Su casa es la última. Solo hay tierra y atardecer, y unos animales por los que no siente mucha devoción, salvo por su gato, Ginebra. Víctor camina por un sendero pedregoso, sus padres rezagados, mira hacia atrás e intenta comprender aquellos días, las reacciones, los llantos. 

«La mayor ilusión de mi madre era tener una niña, ella siempre quería una niña, la niña perfecta, la niña del vestidito, no sé esa obsesión por qué, pero quería una niña, y cuando la única que tiene le dice: ‘Mamá, que yo de niña, nada’, pues supongo que eso tuvo que ser duro».

El año del cambio, del arrojo, del pensamiento macabro, de exámenes que no se explica cómo fue capaz de aprobar. En clase sus compañeras normalizaron la situación, el profesorado no dudó en tachar su antiguo nombre de las listas, por mucho que las oficiales dijeran otra cosa. En casa, la transición no fue tan fácil. 

«Mi madre no cambió, entró un poco en depresión y ahí fue cuando tuve las recaídas, las autolesiones, y me quise ir de casa porque ya estaba fatal y estaba entrando en un bucle de… pensé en el suicidio».

Ahí, en ese instante en el que crees que ya no puedes caer más, que no hay más profundidad, solo te queda abandonarte o pedir ayuda. «Estando en el piso de Córdoba con mi tía Lola, con una cara… blanco, súper delgado porque había dejado de comer, me subí las mangas y le dije: ‘Tita, ayúdame, porque no puedo más’. Y ella, llorando, con la voz entrecortada: ‘¿Cómo te estás haciendo esto, Víctor? ¡Por dios, que tienes tu familia, que tú no estás solo, que te vamos a ayudar!’. Y, nada, para el psicólogo otra vez».

Los cambios son lentos, a veces desesperantes, plagados de grietas, grietas que duelen. «Ya me llevo bien con mi madre, pero todavía hay veces que dice que quería a su niña, que podría volver a ser niña, pero ella sabe que no. Con mi padre nunca he tenido mucha relación, pero no me ha dicho nada, aunque se equivocaba muchísimo con el nombre, sobre todo cuando se enfadaba, me regañaba en femenino. ¿Me lo haces por molestarme? Pero no, lo hacía porque se cabreaba y porque, yo qué sé, se le iría la pinza».

A veces Víctor se encuentra empujando una puerta cerrada. «Ya casi nadie se equivoca, y el que se equivoca, no se equivoca, lo hace para dañarme. Hay gente joven del pueblo que me ve y me dice. ‘¿Qué pasa, sisterbro?’. Que como no soy mujer y según ellos tampoco soy hombre, porque no estoy completo, pues dicen, hasta que no te operes lo de abajo no vas a ser bro».

Y así ha sido el último año de Víctor, chocándose una y otra vez. La familia, el pueblo, la burocracia. «Que me cambien el nombre del DNI está siendo horrible, yo creo que es lo peor. Aquí están muy atrasaditos, es que no se saben ni los procesos, que yo fui a Peñarroya a que me orientaran, y es que no tenían ni idea, me decían, ‘eso los de Fuente Obejuna’». Fue en la asociación Todes transformando donde le ayudaron a cambiarse la tarjeta sanitaria y el DNI.

Ahora recuerda con una punzada los días de verse en el espejo y no reconocerse, la época en la que dejó de comer para tener menos pecho, cuando con 14 años rozó los 49 kilos, cuando no quería ir a fiestas ni a la piscina ni a la playa, las miradas de asco, cuando no se quitaba la camiseta ni delante de sus padres, el miedo cuando todos le preguntaban, ¿pero estás seguro?, ¿y si te arrepientes, y si empiezan a salirte cosas que no quieres? ¡Joder, que sí, que te estoy diciendo que sí, que llevo así mucho tiempo! Cuando al ducharse evitaba mirarse, la vez que se cayó desplomado en mitad de una matanza y la veterinaria le dijo: ‘Tú no puedes seguir así porque te mueres’. El dilema de volver a comer. Todo le ha merecido la pena. “Empezar la transición ha sido lo mejor que he hecho en mi vida’». 

El gato maúlla, intenta salir de la casa. Víctor lo coge, en el umbral de la puerta, lo acaricia, se queda mirando la luna, y se imagina en unos años, lejos, yo solito, mi casa, mi coche y mi gato, quiero tener cinco o seis, pero eso no se lo digas a mi madre.