Derechos de las mujeres

El laberinto cruel y racista de Aracely para abortar en Madrid

Pensaba que el proceso para interrumpir su embarazo sería sencillo, pero se vio inmersa en un periplo administrativo lleno de culpa, reproches y xenofobia

Aracely Sánchez

Aracely Sánchez / José Luis Roca

Juan Ruiz Sierra

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Aracely Sánchez pensó que el proceso administrativo sería sencillo. Nunca había hablado con nadie que hubiera interrumpido su embarazo en España, pero sabía que aquí la práctica era legal si se cumplían los plazos. Más allá de la complejidad que una decisión de este tipo comporta para quien tiene que tomarla, creía que una vez asumida todo iba a ser rápido, fácil. No lo fue. Durante 11 días, desde que comunicó a su médico de cabecera que iba a dar el paso hasta que se le practicó la intervención, tuvo que ir de un lado a otro, fue tratada con racismo por parte de los servicios de la Comunidad de Madrid (“las inmigrantes venís aquí a abortar cada vez que os da la gana”), culpabilizada por los mismos funcionarios (“estas cosas se deciden antes”), presionada para que no lo hiciera (“éticamente no está bien”), forzada a justificarse (“un hijo puede unir a la pareja”) y exhortada a mirar la pantalla durante su ecografía.

“El sistema parece diseñado para que cambies de opinión y no interrumpas tu embarazo”, dice Aracely, nacida en México hace 39 años, residente en España desde 2008, asistenta doméstica y recién licenciada en Antropología Social por la UNED.  

Entrevista a Aracely Sánchez

Aracely Sánchez, en un parque del centro de Madrid. /

Todo ocurrió hace cinco años. Aracely apenas ha hablado de esto, salvo con su marido, que la acompañó durante el periplo, y con una amiga. Casi nada ha cambiado desde entonces para las mujeres que quieren interrumpir su embarazo en Madrid, una autonomía gobernada por el PP desde hace más de 25 años, y cuya actual presidenta, Isabel Díaz Ayuso, considera el aborto como parte de la “cultura de la muerte”, una “salida fácil para algo que estorba”. El mismo proceso, el mismo personal sanitario que entrega los mismos papeles con la misma información sobre políticas de apoyo a la maternidad. Aracely recuerda que entre esos documentos había un listado de centros religiosos.

La certeza

Desde que supo que estaba embarazada, tuvo claro que no era el momento de tener un hijo. Su marido y ella usaban preservativo, pero algo debió de salir mal, porque tras varias semanas sintiéndose “rara, con dolor de estómago y llorando por todo”, se hizo una prueba de embarazo y dio positivo. Entonces cuidaba a un niño por las tardes y ganaba 450 euros al mes. Su esposo, vigilante de seguridad y de nacionalidad española, se había quedado sin horas extra y no llegaba a los 800 euros. Habían tenido que dejar su piso de alquiler, al no poder pagarlo, y vivían con sus suegros, de edad avanzada.

Aracely fue a su médico de cabecera. La doctora le dijo que debía hacerse una analítica y una ecografía en el Hospital Gregorio Marañón. “Allí, aunque sabían que era para una interrupción, me dijeron que mirara el ultrasonido. ‘Míralo, míralo’, decían. Les contesté que no, que no quería”, recuerda.

Con los resultados de ambas pruebas, volvió a su ambulatorio, donde la remitieron a los servicios sociales, situados en otro centro de salud. Su marido y ella fueron atendidos por un funcionario que les entregó los documentos sobre el consentimiento informado. Sin que nadie se lo pidiera, empezó a dar su punto de vista. “La Seguridad Social lo va a pagar, pero éticamente el aborto no está bien. Y en la Seguridad Social no se hace”, dijo.

Madrid, como otras comunidades (Extremadura, Castilla-la Mancha y Murcia), deriva siempre esta práctica a clínicas privadas concertadas, pese a que la ley, aprobada en 2010, establece que algo así debe ser “excepcional”. Solo el 15,4% de las interrupciones en toda España durante el año pasado se llevaron a cabo en centros públicos, donde impera la objeción de conciencia de los médicos, bien por motivos morales, por desinterés o por miedo a la estigmatización de sus compañeros. Para revertir esta situación, el Ministerio de Igualdad quiere reformar la norma, garantizando el derecho a abortar en la sanidad pública mediante un registro de objetores.

El funcionario continuó presionando a Aracely y su marido. “Nos dijo que teníamos que pensarlo muy bien, que un hijo nos podía unir, que éramos jóvenes y una decisión así divide a la pareja, porque genera conflictos, discusiones y culpabilidad –recuerda ella-. Le contamos nuestras circunstancias. Entonces insistió. En casa de los abuelos, dijo, los niños se crían muy bien. Cuando se quedó callado, le respondí que no había nada que pensar, que ya lo habíamos decidido, que si nos tenía que mandar a casa, nos mandara, pero que no íbamos a cambiar de opinión”.

El sello

Aracely concertó una cita con el centro que le iba a practicar la interrupción, la Clínica Dator, pionera en este campo, al que se dedica desde 1985. Otra analítica, otra ecografía. “Me trataron bien”, explica. Solo quedaba que la Consejería de Sanidad le pusiera un sello a la documentación necesaria para el aborto. El último trámite debía haber sido automático, pero aún le quedaba una nueva ración de culpa, ahora mezclada con xenofobia.

Ya había sufrido el racismo de las instituciones en muchas otras ocasiones. En el registro de empadronamiento, por ejemplo, donde le dijeron que los inmigrantes saturan el sistema porque cambian a menudo de residencia. En el ambulatorio, donde la doctora solía atender antes a otros pacientes que tenían cita para más tarde, mientras ella esperaba hasta el final. En los controles de tráfico, donde siempre le paran cuando va al volante. Pero esta vez se sentía “más débil, más vulnerable”.

“Aquí no me pudo acompañar mi esposo, porque tenía que trabajar –cuenta Aracely-. Me recibió en un despacho una señora de unos 60 años. Cuando le entregué los papeles, me dijo: ‘Vosotras las inmigrantes venís aquí y abortáis cuando os da la gana, y muchas veces no sabéis ni quién es el padre. Y esto cuesta dinero a la Seguridad Social’. Le expliqué que yo sí lo sabía, que el padre era mi esposo y que habíamos decidido no tener un hijo. ‘Estas cosas se deciden antes, no ahora’, contestó ella. Lo último que me dijo, como haciéndome un favor, fue: ‘Mira, te lo voy a sellar, pero ojalá no tengas que volver por aquí’”.

Y así, en el undécimo día de todo este periplo, Aracely llegó a las 8.45 de la mañana a la Clínica Dator para interrumpir su embarazo. “Fue rápido”, señala. A la una del mediodía ya estaba de vuelta en casa de sus suegros. Al menos, no se encontró a las puertas del centro a grupos ultrareligiosos como los que en estos momentos, en el marco de unas jornadas mundiales llamadas ‘40 días por la vida’, rezan por las mujeres que van a abortar, con acosos ocasionales.

Cinco años después, Aracely se pregunta qué hubiera ocurrido si ella hubiese tenido que pasar por este laberinto siendo una mujer más joven y sola. “Igual habría salido convencida de no interrumpir mi embarazo –concluye-. Yo creo que sí. Pero no lo sé”.  

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