HOMENAJE A UN GIGANTE DEL PERIODISMO

Antonio Franco, el cobarde más valiente

Ese grandullón nos hizo vivir y disfrutar con pasión, con devoción, sin horario, el mundo del periodismo, el de verdad, el de los hechos probados, el de las noticias contrastadas una y mil veces

SERIE OCHENTAME Antonio franco

SERIE OCHENTAME Antonio franco

Emilio Pérez de Rozas

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“Aquí estoy, ‘Chinito’, dándole pena a la tristeza” (Alfredo Bryce Echenique)

La ‘tata’ de Alfredo Bryce Echenique no tenía forma más descriptiva para definirle al gran autor, en su Perú natal, el estado en que se encontraba cuando estaba más que triste, cuando estaba destrozada, cuando, nada más moverse, escuchaba en su pecho el tintinear de los trocitos de su corazón, hecho trizas, ante la desgracia y la desolación que le tenía casi sin respiro.

Así estoy yo. Así está la familia de uno de los grandes monstruos periodísticos que ha parido este país. Así está mi familia que era la suya (“cuando conocí a Carlitos, enseguida me presentó a su padre y, de inmediato, me convertí en un Pérez de Rozas más ¡y eso que yo ya tenía cinco hermanos!”). Y así está el mundo de la comunicación, mudo porque se ha ido el cobarde más valiente.

Sí, sí, porque el gigante Antonio Franco (era maravilloso llegarle al ombligo, era tremendo que te abrazase, eran inolvidables sus collejas) tuvo el valor de reconocerle, recientemente, a Josep M. Muñoz en ‘L’Avenç’, que él había sido un cobarde. ¿Él, un cobarde? Él, que paraba las balas con las manos y ponía su pecho por delante de ti para que ni te rozaran. Él, que cuando llevaba dos días sin que nadie le llamase para protestar airadamente por alguna información y/o artículo, se acercaba a tu mesa y te decía “algo estamos haciendo mal, Emilio, porque hace días que no me llama nadie para cagarse en mi, así que aprieta a tus chicos”.

Les estoy hablando del flautista de Hamelin. Él tocaba, se ponía a caminar y nosotros le seguíamos hipnotizados. Solo él sabía dónde iba y a nosotros, que éramos legión, nos importaba muy poco cual era el destino. Íbamos con él y eso, no solo nos protegía, sino que sabíamos que íbamos a hacer algo grande para el país, la sociedad y el periodismo. Como dice graciosamente Florentino Pérez cada vez que se encuentra a un descreído: “Usted todavía no lo sabe, pero usted es del Real Madrid”. Muchos no lo sabían, pero todos eran de Antonio Franco. No se podía ser de otro padre, hermano, jefe, maestro, compañero y amigo.

Contrastar mil veces

Estoy aquí para dar pena a la tristeza, pero, sobre todo, para decirles a todos esos jóvenes emprendedores y modernos que viven en las redes que ellos se lo perdieron pero yo, nosotros, sí conocimos al más grande y trabajamos con un ser superior. Trabajamos y aprendimos de un superviviente de un mundo ya desaparecido.

Antonio Franco durante el pregón de las fiestas del barrio de la Sagrada Familia

Antonio Franco durante el pregón de las fiestas del barrio de la Sagrada Familia / JOSEP GARCIA

Los hay, insisto, que no lo saben pero fueron, son, buenos porque rozaron a Antonio Franco, son honrados porque lo imitaron, son jefes porque le copiaron, son referentes porque se miraron en su espejo, escuchándole hablar, oyendo sus gritos, memorizando sus órdenes, aprendiendo de sus collejas y sufriendo sus apasionadas críticas.

Ese grandullón nos hizo vivir el mundo del periodismo, el de verdad, el del puto papel, el de los hechos probados, el de las noticias contrastadas una y mil veces, el de las opiniones sagaces (“Emilio, ese artículo es estupendo pero, anda, saca esa frase, esa cagarruta, que siempre mancha tu texto, es perfectamente prescindible, sácala y te quedará redondo”), el de negro sobre blanco, nos lo hizo vivir y disfrutar con pasión, con devoción, sin horario y, sí, sin familia. Sin familia pero, vaya, nuestros hijos y nietos lo adoran y están ahora, todos, como la ‘tata’ de Bryce Echenique.

Ese grandullón, un ser incapaz de hacer daño a nadie (queriendo), estaba hecho del material con el que se hace los sueños. Pero era duro porque quería que fuésemos los mejores. O lo intentáramos. Nunca olvidaré cuando acababan los consejos de redacción a media mañana y todos bajábamos pausadamente las escaleras del altillo de Consejo de Ciento donde nos reuníamos tras recibir sus tremendos varapalos por aquella cagarruta o cierta indefinición.

Antonio Franco, en su acto de despedida como director de EL PERIÓDICO DE CATALUNYA, el 9 de mayo de 2006, en la antigua sede central del diario, en la calle de Consell de Cent de Barcelona.

Antonio Franco, en su acto de despedida como director de EL PERIÓDICO DE CATALUNYA, el 9 de mayo de 2006, en la antigua sede central del diario, en la calle de Consell de Cent de Barcelona. / JULIO CARBÓ

Y siempre recordaré a José Antonio Sorolla diciéndome al oído: “Cada vez que acaba un consejo, tenemos que hacerle el boca a boca a alguno de los jefes”. Tú subías a aquel altillo creyendo, pensando, intuyendo, que habías hecho un buen diario y él, el grandullón, el cobarde más valiente, el tío al que le rozaban las balas y si no le disparaban, se cabreaba, siempre tenía algo que decirte…para mejorar.

Eso sí, poco después de que Sorolla le hubiese hecho el boca a boca a alguno de los jefes (perdón, de nosotros, pues, aunque fuese su preferido, por ser el hermano de Carlitos, también me llevaba mis collejas), Antonio aparecía por tu mesa y te pellizcaba, o le guiñaba el ojo al ‘maltratado’ de turno, o abrazaba al que había sido objeto de reprimenda por la mañana. Créame, si a usted no le ha abrazado Antonio Franco (ya no llega a tiempo), no sabe por qué se le llama ‘el abrazo del oso’.

Limitados elogios

Su grandeza, su inmensidad, solo tenía un límite: el elogio. No había elogios. Tú debías adivinar que lo habías hecho bien porque lo veías feliz, orgulloso. Porque su mayor piropo ante la mayor exclusiva o artículo era “correcto”. Si Antonio Franco te decía “correcto”, tú tenías derecho a pasearte por Paseo de Gracia y decirle al mundo que eras un triunfador. Pero, amigo, si en la clasificación de Tercera División aparecía que el Martinenc tenía tres puntos menos de los que tenía, prepárate, eras hombre muerto. O, como poco, herido. Y ni el boca a boca de Sorolla te devolvía la vida.

Antonio Franco en la redacción de Consell de Cent

Antonio Franco en la redacción de Consell de Cent / ALBERT BERTRAN

“Emilio, ha vuelto a salir el Martinenc con tres puntos menos y el tío del bar de debajo de casa, me lo ha vuelto a recordar, con razón. ¿A quién tengo que matar?” A nadie, Antonio, no volverá a pasar. “Eso me dijiste el lunes pasado, ¿no entendéis que si el lector ve que su periódico le falla en eso, tiene todo el derecho del mundo a pensar que lo que le contamos del Gobierno o del Banco de España también es mentira, o un error, o no está bien? ¿No lo entendéis?”.

Yo no sé si Sorolla, o Iosu de la Torre, o Agustí Carbonell, o Xavier Vidal-Folch o mi amigo del alma Ramon Besa van a ser capaces de reconstruir mi corazón hecho añicos, entre otras cosas porque bastante tienen con pegar el suyo. Yo solo sé que después de tantas muertes como he sufrido en casa (“yo no he sido, Emilio, más fuerte de lo que fue nuestro hermano Pepo soportando la ELA, no lo he sido, Emilio, no lo he sido”), despedirme de este gigantón fue un viaje de ida y vuelta al infinito.

El puño en alto

Me recibió en la cama con el puño derecho en alto. “Ahí viene, el de los pantalones cortos”. Le dije lo grande que era y lo providencial que había sido para todos nosotros. Le dije que era un mierda por no haber escrito el libro de su vida, por llevarse con él la puta conversación con Aznar tras el atentado de Atocha. “Emilio, los que lo tienen que saber, ya lo saben y, a los demás, no les importo”. Le dije que nos había elevado al cielo periodístico y que se lo agradecíamos todos. Le dije que para unos había sido un padre, para otros un hermano, para todos ‘el jefe’ y, para mí, todo eso y más: un ejemplo.

“Estuvo bien, Emilio, estuvo bien. Hicimos lo que pudimos. Fuimos valientes, pero siempre se puede hacer más, sobre todo porque hay mucha gente que nos necesita y, tal vez, no hicimos lo suficiente”, me susurró al oído. Y tuve valor para decirle ¿qué quieres que hagamos ahora? “Que me recordéis y sobre todo tú, cabrón, no dejes de empujar para que el Elche no baje”.

Y me fui a llorar a los brazos de Mylene, Carlota y Andrés. Y me acordé de la frase que ‘The New York Times’ escribió una vez sobre Lola Flores: “No baila, no canta, pero no se la pierdan”.

Voy a buscar el móvil de Dios. Carlitos y Antonio le están retando a un partido de botones.