Pobreza infantil o la vieja (des)conocida que encontró la Covid-19

Pobreza infantil o la vieja (des)conocida que encontró la Covid-19

Pobreza infantil o la vieja (des)conocida que encontró la Covid-19 / Ferran Nadeu / Save the Children

Alexander Elu. Save the Children

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La pandemia ha afectado profundamente nuestras vidas, las de todos. No obstante, más allá de los estragos sanitarios y las pérdidas humanas, es ingenuo pensar que la pandemia ha tenido un mismo impacto sobre el conjunto de la sociedad en términos sociales y económicos.

Como ya sucedió tras la Gran Recesión iniciada en 2008, la crisis desencadenada por la Covid-19 afecta en mayor medida a aquellas partes más vulnerables de nuestra sociedad. En España, la vulnerabilidad económica da lugar a situaciones especialmente graves en la medida que es uno de los países con un mayor nivel de desigualdad en la distribución del ingreso de toda la Unión Europea. Precisamente, los hogares con niños, niñas y adolescentes están expuestos a una mayor vulnerabilidad y presentan tasas de pobreza –esto es, tienen niveles de ingreso por debajo del 60% de la mediana nacional- significativamente más elevadas que los hogares formados sólo por adultos (la diferencia se eleva hasta los 8,1 puntos porcentuales).

Esto coloca a los niños y niñas que viven en estos hogares en una situación de desventaja injusta y alarmante, tanto por su escala como por sus implicaciones. En España, 1 de cada 3 niños y niñas vive en hogares pobres. Se trata de un registro que, frente al resto de la UE, nos sitúa tan solo por debajo de Rumanía y Bulgaria. Esto es anómalo para un país con un Estado del Bienestar consolidado que, sin embargo, falla estrepitosamente en cuanto a la inversión en infancia y familias –el porcentaje de PIB destinado a ese objetivo (1,3%) es casi la mitad de la media europea-, así como en la efectividad de ese esfuerzo a la hora de reducir la pobreza infantil –la reducción conseguida después de transferencias sociales es la más baja de toda la UE-.

Este es el contexto que ha recibido la última Encuesta de Condiciones de Vida del INE, en lo que suponía una primera referencia estadística oficial sobre del bienestar material de la infancia en España. Sin embargo, esta ECV no es un instrumento ideal para medir el efecto de la pandemia sobre los ingresos de las familias y la exclusión social. Al tomar como ingresos de referencia los correspondientes al año anterior a la recogida de datos (último trimestre de 2020), la ECV no captura la más que previsible caída de ingresos producida por la pandemia en muchas familias con niños, niñas y adolescentes. De ahí que la tasa de pobreza infantil marcada en esta ECV, del 27,4% (2.263.000 niños, niñas y adolescentes), elevada pero invariable con respecto al año anterior, resulte una engañosa buena noticia. Además, la evolución fue negativa en algunos territorios, destacando en sentido negativo el aumento de la tasa de pobreza en Catalunya, de 4,5 puntos porcentuales (61.344 niños, niñas y adolescentes más que en el anterior registro).  

Asimismo, incluso con ingresos referidos a 2019, esta última ECV nos alerta sobre el aumento de la pobreza severa. En este sentido, el 14,1% de niños y niñas viven en hogares cuyos ingresos están por debajo del 40% de la renta mediana, 1 punto por encima que en la anterior Encuesta. Ello revela un patrón de agravamiento de la pobreza infantil, cada vez más concentrada en niveles de renta más bajos. Esta es, por tanto, la distribución de ingresos que se encontró la pandemia.

La ECV recién publicada sí recoge datos actuales (2020) de carencia material severa, que hace referencia a la incapacidad de los hogares de permitirse algunos de los gastos necesarios para un nivel mínimo de dignidad y bienestar, y conforma un componente específico de la tasa de pobreza o exclusión social (AROPE). En este caso las cifras no ofrecen margen a la interpretación. Tras la Covid-19, 1 de cada 10 niños y niñas sufre carencia material severa (9% del total o 742.000; 3 puntos por encima que el año pasado). Si atendemos a algunos de estos gastos de manera individual, los porcentajes alcanzan niveles intolerables para cualquier país desarrollado: el 5,7% de niños y niñas viven en hogares que no pueden permitirse una comida de carne, pescado o equivalentes al menos cada dos días, el 10,6% mantener la vivienda a temperatura adecuada o, en un 15,9%, atender al pago del alquiler, hipoteca o suministro de sus viviendas. Algunas de estas cuestiones fueron objeto del escudo social desplegado al inicio de la pandemia (moratorias en pagos de vivienda, suministros, etc.), lo cual nos da una idea de la magnitud que hubieran podido cobrar estas necesidades en ausencia del mismo o también, de la que podría cobrar cuando se interrumpan estas medidas.

En los últimos meses hemos presenciado el debate, necesario y estratégico, sobre adónde quiere España encaminar su futuro social y económico. Los fondos de recuperación han estimulado una reflexión en la que, no obstante, ha sido casi imposible encontrar a la infancia y, en particular, a la infancia vulnerable y excluida. Esto resulta inexplicable si pensamos tan solo en el desperdicio de talento y potencial –además de coste económico futuro- que supone la pobreza infantil en nuestra sociedad. ¿Quién sino ellas y ellos implementarán la revolución digital y ecológica que debe sustentar nuestro modelo económico?

Una sociedad responsable debe comprender que su futuro depende la infancia. Entender esta cuestión es clave para activar todo el potencial de nuestra sociedad, nuestra capacidad de innovación y usar el talento. Por eso, la impresión y sonrojo que nos producen durante unos días los datos de pobreza infantil sólo resultan útiles si sirven para incorporar la lucha pobreza infantil como elemento central del debate estratégico acerca de hacia dónde queremos llevar el futuro de nuestro país. Pensar en quienes van a construir ese futuro es un punto de partida importante para devolver la dignidad a los 2,3 millones de niños y niñas que hoy están en riesgo de no formar parte de él.