Cambio legislativo

Mascarillas fuera: el debate en la calle

Los más temerosos, optan por seguir portando la protección facial en el exterior, a pesar de que ya no es obligatorio

Algunos colectivos, como las personas sordas, agradecen la medida pero recuerdan que aún sufren muchos límites para poderse comunicarse

España, sin mascarillas obligatorias al aire libre: ¿y ahora qué?

Gente paseando con mascarilla y sin mascarilla en La Rambla de Barcelona.

Gente paseando con mascarilla y sin mascarilla en La Rambla de Barcelona. / Ferran Nadeu

Olga Pereda
Elisenda Colell
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La nueva norma del Gobierno que permite estar sin mascarilla en el exterior siempre que se respete la distancia interpersonal divide a la población. Hay personas que se ha acostumbrado a llevar siempre la protección facial y lo seguirán haciendo hasta que la pandemia esté finiquitada. Otros están deseando poder pasear por la calle con la cara al descubierto. Prescindir del tapabocas es para otros, como las personas sordas, una manera de poder comunicarse. Por fin.

Sergio Escudero, un testigo de cómo afecta el uso de mascarillas a las personas sordas.

Sergio Escudero, un testigo de cómo afecta el uso de mascarillas a las personas sordas. / Jordi Otix

Sergio Escudero, jubilado: "Han sido una barrera infranqueable"

«Ha sido una época MUY DURA», escribe Sergio Escudero a través de una aplicación de mensajería instantánea. Es sordo desde los seis años, y celebra que la mascarilla ya no sea obligatoria. «Muy poca gente es consciente que las mascarillas son una barrera infranqueable a la hora de hablar con nosotros», asume. Al colectivo de personas sordas, las mascarillas les impide comunicarse con otras personas, ya que necesitan leer los labios, o hacer expresiones faciales para hablar la lengua de signos. «Para nosotros la lectura labial es de VITAL IMPORTANCIA», insiste, 

«Hemos vivido situaciones agobiantes y absurdas, me he sentido muy reprimido», prosigue Escudero. Por ejemplo, recuerda un día que se fue al CAP de su barrio de urgencias por una leve molestia en el ojo, y terminó en urgencias en el Vall d’Hebron porque fue imposible relacionarse con el médico, que no se negó a quitarse la protección facial. Angustia, tristeza, impotencia o rabia, son algunas de la expresiones que usa para definir su estado de ánimo debido a las barreras imposibles para comunicarse con el mundo. 

«Nos han dejado incomunicados en muchos aspectos·», recuerda Marc Tapia, vicepresidente de la Federación de Sordos de Catalunya (Fesoca). Señala la falta de intérpretes que habilitó la Generalitat, sumado al hecho que la atención en los CAP eran sólo telefónica. «Algunas personas han sufrido problemas psicológicos de pánico o angustia», agrega.

 Mónica García, ejecutiva de una multinacional, con la mascarilla puesta.

 Mónica García, ejecutiva de una multinacional, con la mascarilla puesta. / El Periódico

Mónica García, ejecutiva: "Solo me la quitaré en el parque"

Mónica García, madrileña y ejecutiva en una multinacional, recibirá en unos días la segunda dosis de la vacuna anticovid. La inmunización -que todavía tardará unos cuantos días- la tranquiliza, pero no lo suficiente como para andar por la Gran Vía de Madrid sin la mascarilla. Demasiada gente alrededor. Demasiado peligro. «Vivo en una zona residencial a las afueras y tengo la suerte de poder pasear cada día por un parque en el que apenas me cruzo con gente. Esa será la única ocasión en la que esté sin mascarilla. Si voy al centro de Madrid o quedo con algunos amigos, aunque sea en una terraza, la seguiré llevando. Llevaré una FFP2, que protege más. La tendré siempre en el bolso. Es de sentido común. Que te la puedas quitar no significa que te la tengas que quitar», insiste. Mónica, de 44 años, desconfía un poco de la nueva norma del Gobierno, que permite no llevar la protección facial en los espacios exteriores. «La ministra de Sanidad debería haberlo explicado mejor. O los periodistas titular con más precisión sus informaciones porque da la sensación que a partir de hoy nadie va a llevar mascarilla por la calle. Y, en realidad, no es así. Solo lo puedes hacer si estás solo o con tu burbuja familiar». La madrileña, madre de dos hijos, uno de los cuales pasó la enfermedad hace tiempo sin síntomas, recuerda que falta muy poco para el fin de la pandemia. «Todos deberíamos realizar un último esfuerzo. Miremos a Israel, que ha tenido que volver a las mascarillas. Acabar con el virus no es tan fácil».

Mariángeles Menéndez, de 75 años, con mascarilla en su casa.

Mariángeles Menéndez, de 75 años, con mascarilla en su casa. / El Periódico

María Ángeles Menéndez, ama de casa: "Me he acostumbrado, ni la noto"

María Ángeles Menéndez, vecina de Getxo (Bizkaia) de 75 años, se ha acostumbrado tanto a llevar mascarilla que ya ni la nota. Cada vez que va al supermercado compra un paquete. Ella y su marido ya están vacunados desde hace tiempo, pero ambos son precavidos y prefieren seguir con la protección facial. Suelen pasear por zonas concurridas de su municipio, así que piensan que lo mejor es seguir llevándola. Otra cosa sería si pasearan por la playa. En ese caso -y solo en ese- se la quitarían para disfrutar de la brisa.

María Ángeles tiene infinitas ganas de estar con su nieto sin la mascarilla para poder besarle y achucharle como antes de la pandemia. Pero sabe que lo mejor para todos es la precaución. «Si todo el mundo fuera tan precavido como nosotros la pandemia no se hubiera descontrolado tanto. Pero tú paseas por la calle y piensas ¿de verdad estamos en pandemia?, ¿de verdad ha habido tantos muertos? Me da rabia ver las terrazas tan llenas y con mesas tan juntas. Lo mismo en el interior de los bares. El coronavirus sigue aquí, más vale alejarnos de él», asegura esta ama de casa de Euskadi, un territorio especialmente azotado por el coronavirus.

María Ángeles entiende que a la gente joven, con más vida social, le pueda molestar la mascarilla y empiecen a quitársela desde hoy mismo. Pero su generación es la más castigada por el covid-19 y es muy consciente del riesgo. Eso sí, cuenta los días para poder comerse a besos a su nieto.

Alí Hussain, vendedor ambulante en las playas de Barcelona.

Alí Hussain, vendedor ambulante en las playas de Barcelona. / Jordi Otix

Alí Hussain, vendedor ambulante: "La usaré cuando sople el viento"

Hace cinco años que vive en Barcelona. Huyó del Pakistán buscando una vida mejor. Pero apenas la encontró. "No tengo papeles y solo puedo trabajar de esto", cuenta Alí Hussain, mientras señala unas latas de cerveza que vende por la playa del Somorrostro, en la Barceloneta junto a un grupo de compatriotas. Todos llevan mascarillas, y reposan bajo la sombra de unas palmeras. 

Corretea de sol a sol la playa entera. Por las mañanas vende parasoles y pareos. De tarde, cerveza, mojitos y sangría. De reojo vigila la Guardia Urbana, porque no tiene ninguna licencia para ejercer la venda ambulante. Como mucho, en una semana, puede ganas 150 euros. Probablemente, la mascarilla sea su último problema. Pero accede a hablar de ella.

"Estoy todo el día empapado en sudor. Me molesta mucho", explica sobre la protección sanitaria que lleva él y todos sus compañeros. De hecho, desconocía que a partir de hoy y no es obligatorio llevarla. "¿De verdad?", pregunta incrédulo. Pero lo que más sorprende es que, en según que momentos, afirma tajante que va a seguir usándola. "Me he dado cuenta que cuando sopla el viento funciona. Al menos no te comes tanta arena", explica. 

A los pocos minutos se levanta. "Hay que seguir vendiendo". Antes de irse insiste en que su mayor problema no es la mascarilla, es que no sabe otra forma para poder pagar la cama donde duerme con más paisanos que esta. "Ojalá pueda arreglar lo de los papeles", implora.

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