La nueva normalidad

La mascarilla se resiste a dejar la calle

En el primer día del fin de la obligatoriedad, la mayoría de personas apuesta por seguir usando el tapabocas en los espacios abiertos

Paseando por La Rambla con y sin mascarilla, este sábado.

Paseando por La Rambla con y sin mascarilla, este sábado. / EFE/Toni Albir

J. G. Albalat

J. G. Albalat

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La mascarilla se resiste a desaparecer de las calles. Al menos el primer día en que se puede ir sin ella por la vía pública. Fue en mayo del 2020 cuando el Gobierno reguló su uso y su obligatoriedad. La mayoría de ciudadanos todavía se cubrían este sábado con el tapabocas. Los de avanzada edad, casi todos; los jóvenes, mucho menos. Los quiosqueros se convirtieron en un termómetro para medir la incidencia del uso o no de esa prenda sanitaria que se ha convertido en los últimos meses en un complemento más del vestuario. “Me he quedado sorprendido de la cantidad de gente que la lleva, como un 80%”, explica el propietario de uno de esos locales en el barrio de Sants.

Daba igual que la calle de Creu Coberta estuviera reservadas a peatones y se pudiera guardar la distancia de un metro y medio. Muchos viandantes hicieron caso omiso a la posibilidad de quitarse la mascarilla y continuaban con ellas. Y, además, bien puestas, tapando la boca y la nariz. Miedo, desconfianza, prevención, eran sus principales razones.

Calor, sensación de libertad, sentir el aire o un rotundo “ya no es obligatoria” eran los motivos de los transeúntes que prefirieron caminar con la cara descubierta. Eso sí, portaban el tapabocas en la barbilla, en el cuello, en el codo o en el bolsillo por si tenía que acceder a un sitio cerrado o viajar en transporte público, donde por ahora se deben utilizar. Mientras por Sants y el centro de Barcelona lo corriente era ver a personas con esa protección, en otros lugares lo general era no verlas, como en el paseo Marítim, en la Barceloneta. Estar bordeando la playa provocaba una sensación más estival.

Contrastes y debate

Las estampas eran de contrastes. Carlos sí que llevaba mascarilla y Lucía, su pareja, no. Opiniones dispares. Él es más precavido, a pesar de tener la primera dosis de la vacuna, aunque admite que espera sacarse esta prenda sanitaria "en breve". “En mi opinión, es una decisión precipitada. Si hubiera más población vacunada o con el verano más entrado, igual tenía sentido”, dice. Su esposa discrepa: “Las normas sanitarias las dictan los expertos y ellos saben si estamos en condiciones de poder quitarnos o no las mascarillas”. La mujer solo la usa cuando se le acerca alguien o entra en algún lugar cerrado, “para cumplir la normativa”.

Sona y Argentina pasean por la calle de Tarragona. Las dos cubren su boca. Sona asegura que lleva la mascarilla por costumbre, pero también porque se siente más segura. “No me la voy a quitar”, insiste. Para ella, el fin de la obligatoriedad es una determinación “precipitada”. Sin embargo, confiesa que “cuando no haya nadie” el tapabocas desaparecerá de su rostro y que se lo podrá de nuevo si hay gente, por "miedo”. “Ligo menos”, ironiza. Su amiga, Argentina, explica que usa ese antifaz “por seguridad y por una cuestión de salud”. Precisa que “está bien que se vaya quitando” porque “se debe probar sin funciona o no”. Sona responde: “No quiero que hagan pruebas conmigo”. Otra joven, Sabrina, defiende seguir con esa protección “porque la gente es muy irresponsable y no quiero enfermar".

Antonio y Carmen pasean sin cubrebocas. “Nos sentimos liberados. Creo que la gente la sigue usando por inercia. Deberíamos haber podido ir sin él antes. Está demostrado que en espacios abiertos, el riesgo es reducido”, relatan. Carlos tiene la mascarilla en el codo y reconoce que no está del todo convencido de ir sin ella: "Creo que nos estamos precipitando un poco, pero es una cuestión económica y lo vamos a pagar, sobre todo la gente joven”. El debate está en la calle.

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