Atrapada en un carrusel burocrático

La lucha de una madre para que la anorexia infantil entre en la sanidad pública

Núria Busquet ve cómo su hija de 13 años se deteriora física y psicológicamente sin que el sistema hospitalario consiga darle una atención integral y personalizada

30 3 21- Nuria Busquets madre de una nina con transtorno alimentario en su casa en Cardedeu - foto Anna Mas

30 3 21- Nuria Busquets madre de una nina con transtorno alimentario en su casa en Cardedeu - foto Anna Mas / Anna Mas

Olga Pereda

Olga Pereda

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Cuando el coronavirus empezaba a dar sus primeros latigazos, Núria Busquet, traductora y escritora residente en Cardedeu, observó comportamientos extraños en la mayor de sus hijas, de 12 años. Ella y el padre de la niña lidiaron la situación como pudieron. La angustia pandémica y el encerramiento domiciliario infantil a cal y canto no contribuyeron precisamente a mejorar su estado. Pasaron los meses y todo fue a peor. En agosto, la familia tocó techo al constatar que la cría estaba desarrollando un grave trastorno alimentario. Apenas comía. Su salud física y psicológica estaban en juego. Había llegado la hora de pedir ayuda a la sanidad pública.

Siete meses después, Núria sigue desesperada, atrapada en un absurdo carrusel burocrático de entradas y salidas del hospital y un sistema sanitario que no ofrece solución a un caso tan grave como el de su hija, que sigue sin poder hacer vida normal y sin poder asistir al instituto.

En agosto, Núria se puso en contacto con el CAP de su zona para pedir cita con la pediatra, pero le informaron que la profesional, debido a la sobrecarga de trabajo por la pandemia, tenía en ese momento otro destino. Le atendió telefónicamente otro doctor. Tras varias gestiones, le explicaron que recibiría la llamada del Centre de Salut Mental Infantil i Juvenil de Granollers, que depende de Sant Joan de Déu. Sus profesionales le dieron cita para el 20 de octubre. Núria se angustió. Su hija empeoraba por momentos. Los alimentos que ingería no pasaban de un yogur y alguna ensalada. Su deterioro no solo era psicológico sino también físico. “Teníamos conflictos en casa. ¿Qué era mejor? ¿Obligarla a comer o no? No sabíamos nada. Nos mentía y decía que sí había comido algo, pero no lo había hecho. Le dijimos que tenía un trastorno, pero no lo entendía”. La familia optó por contratar a una psicóloga privada, aunque con el paso de las semanas no vieron ningún avance.

A finales de septiembre, Núria ingresó a su hija -completamente desnutrida- en las urgencias de Sant Joan de Déu, donde la psiquiatra confirmó el durísimo diagnóstico: trastorno alimentario. “Nos dijeron que nos llamaría una enfermera a casa para darnos pautas y para hacer el seguimiento”, comenta. Esa llamada jamás se produjo.

La salud de la niña se fue a pique, así que Núria rogó al CAP que intercediera. Finalmente, poco antes de Navidad y gracias a una pediatra, ingresó en un centro adscrito al Sant Joan de Déu para enfermos agudos. Allí permaneció un mes y medio. Recuperó peso, recibió el alta y fue remitida a un hospital de día, donde sigue yendo todas los días, de 9.00 a 15.00 horas. Sus profesionales hacen lo que pueden con los medios que tienen, pero la niña necesita otra atención mucho más intensiva. De vez en cuando empeora, ingresa en el hospital, la alimentan, recupera peso y le dan el alta. Es una espiral que no soluciona la raíz del problema porque la cría odia comer, es una tortura insufrible para ella. 

“Mi hija necesita un ingreso total en un centro especializado durante seis meses por lo menos. Pero debido a su edad está en tierra de nadie. El sistema público acoge en ese tipo de instituciones a pacientes con trastorno alimentario a partir de los 15 o 16 años. Están saturados, pero por lo menos tienes una oportunidad de entrar. Con 13 no”, explica.

A falta de soluciones desde la esfera pública, Núria ha rastreado centros privados, a los que no tiene acceso. Tanto ella como el padre de la niña son trabajadores autónomos sin capacidad económica para pagar 4.000 euros al mes durante un mínimo de medio año. A través de la aseguradora del instituto podría haber una financiación para que la factura se redujera a 800 euros, pero solo para chavales a partir de 3º de ESO y la hija de Núria, que cumplió los 13 en noviembre, está en 2º. 

Presa del cansancio, la desesperación y la impotencia de ver a a su hija cada vez peor, Núria estalló un día en el hospital, donde ella la acompañaba (teletrabajando desde allí y sin poder salir). Gritó de desesperación y dolor. Nadie le decía qué podía pasar con su hija, qué tipo de tratamiento podía recibir ni cuál era la mejor manera de abordar el grave problema de salud, más allá de la recuperación médica puntual que implica una alimentación intravenosa los días de ingreso hospitalario. “Perdí los papeles”, reconoce. La respuesta de las autoridades sanitarias del centro fue una regañina en toda regla. Y ella se sintió todavía peor. Por la condescendencia y por todo. 

Completamente agobiada, Núria escribió un descorazonador hilo en Twitter, que creó revuelo mediático. Ayer mismo recibió la llamada de un alto cargo de la Conselleria de Salut, que le dijo que se iba a interesar por su caso. Hoy le han vuelto a llamar para decirle que su hija está recibiendo el tratamiento que “tiene que tener”. Núria no confía mucho en los políticos, pero sí en la cantidad de gente anónima que, vía redes sociales, le está dando información valiosa. Quizá haya un hueco de esperanza en el Clínic. De momento, cruza los dedos. 

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