10º aniversario del desastre de Fukushima

El laberinto nuclear de Japón

La economía y la demanda energética arruinaron la promesa de cerrar las centrales tras el accidente

Solo 10 reactores funcionan hoy de los 54 de entonces y más de una veintena esperan su desmantelamiento

Parte superior del edificio que contenía el reactor número 3 de la central de Fukushima, ayer.

Parte superior del edificio que contenía el reactor número 3 de la central de Fukushima, ayer.

Adrián Foncillas

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Japón recibía de las centrales nucleares el 30% de su energía y planeaba aumentarlo hasta el 50 % cuando una ola se abalanzó sobre la de Fukushima. La crisis devolvió los temores atávicos de Japón, el único país que ha sufrido un ataque nuclear, y el Gobierno prometió un horizonte sin reactores en 2030. La realidad, 10 años más tarde, está a medio camino entre los planes pre y post Fukushima. 

Solo 10 reactores funcionan hoy de los 54 de entonces y más de una veintena esperan su desmantelamiento. El regreso de la energía nuclear a Japón ha sido pedregoso. El Ejecutivo de Shinzo Abe enterró la estrategia abolicionista de Naoto Kan, presidente cuando el tsunami se tragó la central, y ordenó su reapertura con regulaciones de seguridad más estrictas que incluyen sistemas contra las fugas de radiactividad, centros de coordinación para emergencias, la previsión de actos terroristas y más protección contra fenómenos naturales como tsunamis, terremotos y tornados. También exigió el preceptivo apoyo de las comunidades de los reactores y ahí se han atascado muchos proyectos.  

Japón recibe ahora de las centrales el 6,5% de su energía y planea elevarlo al 20% en 2030 pero pocos lo ven factible

Japón recibe ahora de las centrales el 6,5 % de su energía y planea elevarlo al 20 % en 2030 pero pocos lo ven factible. La resistencia popular no solo descansa en los riesgos sino también en los 128.000 millones de dólares que, según la agencia Kyodo, costará incrementar las medidas de seguridad en las centrales operativas y desmantelar las jubiladas. Y la factura no incluye Fukushima. 

Ocurre que a Japón no le sobran alternativas. Carece de petróleo o gas natural y su orografía montañosa complica la expansión de la energía solar y eólica. Las renovables han doblado su relevancia y alcanzan ya el 18,5% del volumen energético nacional, pero son aún insuficientes para suplir el agujero. Abe juzgó que sería quimérico reavivar una economía gripada durante más de dos décadas sin la energía nuclear porque obliga a carísimas importaciones de combustibles fósiles que castigan la balanza comercial. Se añaden los compromisos contra el calentamiento global: al igual que EEUU y Europa, pretende reducir a cero sus emisiones de carbono en 2050, y la empresa no es viable sin el aporte nuclear. 

Con la fe de un converso

Ningún otro país muestra un vínculo más estrecho ni más esquizofrénico con el átomo. Un pueblo comprensiblemente aterrorizado por la energía nuclear lo había abrazado con la fe del converso unas décadas más tarde. Fue decisivo el presidente Eisenhower y su campaña “Átomos por la paz”, plasmada en su discurso en la ONU en 1953, que allanó la venta de centrales nucleares estadounidenses por todo el mundo. Washington acudió a Shoriki Matsutaro, magnate de la prensa y criminal de guerra de clase A, para vencer las reticencias en Japón con exhibiciones sobre las aplicaciones pacíficas de la energía nuclear y dibujos animados que la presentaban como algo excitante a los niños. La lluvia caló: solo el 30% relacionaba el átomo como algo dañino en 1958.  

Fueron necesarios un terremoto, un tsunami y una achacosa central nuclear para agitar las conciencias. La peor crisis desde Chernobyl descubrió que el sector había campado a sus anchas. Debía de fiscalizarlo la Agencia de Seguridad Nuclear e Industrial pero, paradójicamente, también tenía la función de desarrollarlo. Fukushima enterró la certeza de que las compañías se preocuparían de la seguridad de sus centrales para asegurar su inversión.  

Tepco, la compañía que gestionaba Fukushima, había alardeado durante años ante sus accionistas de recortes presupuestarios en seguridad. El resultado fue un muro protector con la mitad de la altura de la ola que la arrasó. Antes había falseado informes de seguridad, elevando fugaces reconocimientos a exámenes exhaustivos, y obligado a borrar imágenes de grietas tomadas por trabajadores.  

Japón continúa en su laberinto 10 años después de Fukushima. Ninguna de las medidas gubernamentales ha convencido al movimiento antinuclear, antes reducido a grupúsculos de excéntricos y hoy mayoritario. El país sigue grapado a una energía tan odiada como imprescindible.  

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