Vallecas (Madrid)

Confinados en el Hotel Covid

Un centenar de contagios en un albergue de refugiados de la Cruz Roja obliga a confinar a todos sus huéspedes durante más de un mes de angustia y tensiones

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undefined54986574 madrid 18 09 2020 sociedad hotel de inmigrantes refugiado200918235438 / DAVID CASTRO

Juan José Fernández

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La mañana en que una ambulancia del Summa se presentó a las puertas del Hostal Welcome de Madrid para examinar a un huésped enfermo, comenzaba para todo el hospedaje un periodo de tensa reclusión.

Aún no lo sabía todo el mundo en el hostal, pero uno de sus inquilinos, un joven venezolano, había pasado una noche de fiebrón tan preocupante que un compañero de cuarto decidió llamar al 112. Y sí: efectivamente, era lo que una porción de huéspedes con acento latinoamericano llama "el coví".

Dicen los testigos consultados que fue el 11 de agosto. El coronavirus había entrado en el Welcome. Esa tarde todo el edificio quedó confinado, y esa misma semana se manifestaron siete casos, y luego más de veinte, y al poco medio centenar.

Periódicamente llamaba o se personaba un médico del Área Básica de Salud del Ensanche de Vallecas, el barrio en el que está el hostal. Nadie precisó hospital, pero, pasados 15 días, la autoridad sanitaria decidió confinar otra quincena, pues el número de contagios no bajaba. Y así han estado hasta este sábado los habitantes de este Hotel Covid, asediados por el virus, el tedio y la tensión.

Refugio cerrado

De vez en cuando se asoma a una ventana un hombre sin camisa, fumando indolentemente, sin otra cosa que mirar que el paso de los camiones por una rotonda cercana. Desde el sábado ya puede salir del edificio, pero en un desconfinamiento gradual: la reapertura total, con posibilidad de que inscribir a nuevos huéspedes, no se completa hasta este lunes.

El Hostal Welcome no nació como centro de refugiados, sino como alojamiento barato para operarios y viajantes del Polígono Empresarial Villa de Vallecas. Todavía, de hecho, se anuncia a 16,90 euros la noche. Solo que ya no acoge a esa clientela, pues lo alquiló la Cruz Roja para albergar a personas que han llegado a España pidiendo asilo.

El alojamiento tiene 300 camas, muchas agrupadas de tres en tres en cuartos familiares. Está lleno. El edificio se levanta casi pared con pared con uno de esos negocios de trasteros con los que los vecinos de tantos pequeños pisos obreros del distrito tratan de solucionar su eterno problema de espacio. Eso a la izquierda. A la derecha, un solar. Y enfrente, otro hotel, este sí para trabajadores del polígono o del gigantesco Mercamadrid.

Cruz Roja admite que la Covid-19 ha golpeado duro al albergue, pero no informa del número exacto de casos. A falta de cifra oficial, dan dos los residentes: 89 positivos, según una de las versiones, y 102 según otra. El dato es endeble no solo por el silencio de Cruz Roja: los refugiados se quejan de que no se les ha dado copia de los resultados de las pruebas PCR. Y, aislados en sus habitaciones, sin poder juntarse, era difícil que ellos mismos hicieran recuento.

"El confinamiento está a punto de acabar", dice Inás, trabajadora social de la Cruz Roja destinada allí con Alina, su compañera. Las dos jóvenes, las dos serias, cuidando mucho su tono profesional, hablan castellano, inglés y francés. Y árabe Inás, que es hija de egipcios; y rumano Alina. En el hostal rigen a gente de Goa, Yemen, Siria, Colombia, Venezuela, Argelia…

Ni Alina ni Inás charlan más de la cuenta sin autorización. "Seguramente este fin de semana se acaba el confinamiento", anunciaban este jueves. "Eso lo dicen una semana, y otra semana, pero nunca se acaba", terciaba después, asomado a una barandilla de la entrada, Ibrahim, un argelino que había salido a estirar las piernas.

Crispación

Pero esta vez el anuncio se ha cumplido. Pasear por el hall es un lujo al que con cuentagotas van accediendo los inquilinos. Un hombre de aspecto cansado baja a la lavandería que el edificio tiene en la recepción. Lleva su ropa, como le han indicado, en una bolsa de plástico anudada.

Es media tarde. En el hall, el hombre se ha cruzado sin inmutarse con una mujer vestida con EPI blanco, guantes, calzas y gafas de plástico, dispuesta para una de las tres desinfecciones del día en las zonas comunes.

Y eso que esas zonas comunes no han tenido uso. De lo más crispante en los peores días de encierro ha sido, precisamente, que no se ha podido usar el comedor, ni por el patio interior se han podido expandir los niños refugiados. Todo el mundo a sus habitaciones, con el móvil como mejor ventana al mundo exterior.

Ahora la norma se distiende poco a poco. Ya pueden ir al comedor los huéspedes, pero en lotes: o por bloques familiares o por mismas peceerres. Y, sin pasarse, se puede salir a la puerta a fumar.

Pero al final de agosto, cuando más positivos había en el hostal, la tensión creció intramuros entre sanos y asintomáticos mientras fuera, en el Ensanche de Vallecas, la gente iba y venía a sus quehaceres ajena a lo que ocurría en el edificio.

"Nos dejaban la comida en la puerta. A veces tenías que salir a la esquina del pasillo a por ella –relata J.G., latinoamericano-. A veces, por el día pescado y ensalada, y por la noche ensalada y pescado. Y sin saber qué estaba pasando. Mis dos compañeros también enfermaron. No nos contestaban a las preguntas, solo que no saliéramos de la habitación".

Difieren Inás y Alina: "Hacemos lo que podemos con los recursos que tenemos. El ambiente es tranquilo. Y les mantenemos informados, no infantilizamos a los refugiados".

"Todo ha ido bien, al final la gente lo entiende", dice Inás, quizá porque un psicólogo se ha empleado a fondo con gente que ya venía desgastada de otro confinamiento largo en marzo y abril: "En una situación así hay que hablar mucho, y escuchar mucho", explica Alina.

Reconfinados

El jueves, al anochecer, dos mulatos habían salido y se alejaban por la acera, ente los coches aparcados, pero su fuga no duró mucho: Inás los vio, y les siguió hasta reclamarles, unos pasos después:

- ¿Eeeeh, dónde vais?

- A fumar aquí –dice uno de ellos, parándose.

- Anda, venga, ya sabéis que no podéis salir…

Este lunes finalizan todos su confinamiento, pero saldrán a unas calles también restringidas. El Welcome está junto a la Villa y el Puente de Vallecas, dos sectores de Madrid que acaban de ser "perimetrados", en el lenguaje eufemístico de la Comunidad de Madrid. O sea, semicerrados.

No se veían tantas cámaras de televisión cruzando Vallecas desde que ETA atentó bajo el Puente contra una furgoneta de la Armada y un vecino andaba en schock, entre cascotes y cuerpos esparcidos, gritando: "¡Hijos de puta, hijos de puta!".

Los matinales de televisión hacen turismo mediático por el barrio de Europa que más carga viral concentra, mientras las horas pasan lentas en El Rey del Pollo, el restaurante del hostal. Una tele propaga por el local vacío el relato de una madrileña que se ha vuelto a infectar cinco meses después de su primera caída en la Covid-19. "Estamos bien", apuesta la camarera.

Vallecas, la conurbación que visita la TV en busca de la clase obrera, es la suma de 200.000 habitantes que, cuando se desmovilizan, hacen perder la alcaldía a la izquierda, de la misma forma que el barrio de Salamanca, muy movilizado, sostiene a la derecha.

En el Hotel Covid no saben de política local. Saben más bien de la angustia que han rumiado en su encierro. "Estamos muy cansados", comenta Igán, indio de Goa, que acompaña a Ibrahim en la barandilla. Y pregunta desde detrás de su raída mascarilla negra: "¿Usted sabe dónde hay trabajo?"

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