CONSECUENCIAS DEL CORONAVIRUS

Turismo sin colas

La pandemia y la ausencia de visitantes ha transformado a Barcelona, Madrid, Sevilla y València, cuyos cascos históricos son ahora silenciosos desiertos

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Natàlia Farré / Olga Pereda / Julia Camacho / Nacho Herrero

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Barcelona, Madrid, Sevilla, Granada y València  son ciudades distintas. Ahora son silenciosas. Sus calles no están abarrotadas de turistas. Es la oportunidad perfecta para los vecinos, que ahora pueden redescubrir sus calles, sus monumentos, sus plazas y sus museos. Sin colas y sin agobio. Pero el paisaje es triste. Camareros sin trabajo, tiendas con la persiana echada, 'souvenirs' llenos de polvo, terrazas sin clientes... La pandemia está siendo más larga de lo que a la economía le gustaría. 

Barcelona sin Torre de Babel

El paisaje de Barcelona ha cambiado. No solo porque la mascarilla se ha convertido en atuendo veraniego indispensable sino, sobre todo, porque no hay rastro de turistas. Lo que hasta no hace mucho era un sueño para muchos barceloneses va camino de convertirse en una pesadilla para una ciudad cuya economía gira en gran parte alrededor del turismo. Las calles están vacías. Lo están en el Born, en el Gòtic y en paseo de Gràcia. Y en el resto de Barcelona.

El único visitante y consumidor posible es el local. Así que los equipamientos culturales han hecho de la necesidad virtud y se han volcado en atraer a los barceloneses. Una oportunidad para redescubrir la ciudad y un lujo. Visitar la Casa Batlló sin aglomeraciones y sin dejarse un riñón en ello es ahora posible. El centro ha rebajado el precio de la entrada para los residentes (15 euros y niños gratis) y ha reducido un tercio el aforo. El resultado son porcentajes totalmente revertidos: se ha pasado del 90% de visitantes foráneos al 10%; y el resultado es, también, disponer de salones en los que ahora quedarse pasmado no significa ser empujado.

En edificio que Antoni Gaudí remodeló para la familia de Josep Batlló y Amàlia Godó hay movimiento, poco pero lo hay. Muy diferente es la sensación en los locales vecinos. Las lujosas tiendas de paseo de Gràcia lucen tan suntuosas como siempre -personal impoluto y dispuesto- pero no hay clientes a los que bailarles el agua. No están porque no han llegado, ni de China ni de Rusia. Y bajar por Rambla Catalunya es un sinfín de terrazas cerradas o a medio llenar. En las abiertas, el personal sentado es local. Ni rastro de la Torre de Babel precovid. Como tampoco hay señal de las riadas de turistas que hasta no hace tanto ocupaban la Rambla entorpeciendo el paso del transeúnte barcelonés.

Bus Turístic para los locales

Impera la apatía solo rota por las risas de los más pequeños que han descubierto en la crisis turística una ciudad en la que jugar. Lo hacen en el paseo del Born, frente a la catedral o en la coqueta y escondida –pero siempre descubierta por los foráneos- plaza de Sant Felip Neri. Y el puente de la calle del Bisbe no tiene crédulo que lo dé por gótico, como la calle de Montcada no tiene picassianos extranjeros en busca del único museo que se levantó en vida y por expreso deseo del genio malagueño. Sí hay los picassianos locales. Al Museu Picasso le ha pasado lo mismo que a la Casa Batlló: el porcentaje entre público local y foráneo se ha invertido, y la reducción de aforo permite disfrutar de una visita sin multitudes. Ahí están ‘La espera (Margot)’, ‘Arlequín’ y ‘Las meninas’ para deleite en solitario. Un lujo.

No lejos, en el Portal de la Pau, el Bus Turístic también busca atraer a los barceloneses. El servicio normal está parado a la espera de la llegada del maná extranjero, mientras se ha reinventado en Barcelona Panoràmica. Una ruta por Barcelona dirigida al público local de sábado a domingo, a 10 euros (5 euros los pequeños) para ver la ciudad como hasta no hace tanto la veían los turistas.   

Madrid ya no es Madrid

Nunca Felipe III estuvo tan solo en la plaza Mayor. Adiós a la algarabía, bienvenido el silencio. En el epicentro del turismo madrileño, solo se oye lo que nunca antes se ha oído, pájaros. Las terrazas languidecen, echan de menos a los bulliciosos turistas. El bar Museo del Jamón tenía 30 empleados antes de la pandemia. Ahora son nueve. Y sobran prácticamente la mitad. "Esto es una ruina", confiesa un camarero, que se dedica a intentar cazar a los pocos turistas que ve paseando por la plaza.

El corazón del Madrid más castizo ha dejado de latir. En la mítica calle Postas ya no te puedes tomar el famoso bocata de calamares. El bar, en pie desde 1940, ha echado el cierre. También la tienda de souvenirs y la coqueta franquicia francesa de galletas de mantequilla y cajas de metal. La pandemia ha sido la hecatombe de los tablaos flamencos. El hotel más antiguo de la ciudad -la posada del Peine (la leyenda dice que solo había un peine para todos los inquilinos)- también ha bajado la persiana. La cadena hotelera a la que pertenece está barajando la posibilidad de abrirlo en unas semanas, pero no tiene nada claro. Depende.

Se mantiene en pie, con toda la dignidad que le dan los años, la tienda de sombreros La Favorita -sin ningún cliente a medio día- y la de artículos religiosos, fundada en 1867.

La puerta del Sol

En la Otra Vida (la anterior a la pandemia) la puerta del Sol era una plaza no apta para claustrofóbicos. Ahora se puede pasear sin toparse con nadie. No hay guías turísticos con coloridos paraguas. Ni filas de extranjeros montados en monopatines eléctricos. Tampoco estatuas vivientes ni personas disfrazadas de dibujos animados, esas que el cineasta Álex de la Iglesia inmortalizó en el vibrante atraco de 'Las brujas de Zugarramurdi'.

En condiciones normales, Renan Rolin, brasileño de 29 años, y su mujer no hubieran llamado la atención en Sol. Ahora sí. Se les nota. Son turistas. Por accidente, eso sí. "Vivimos en Valencia porque estoy estudiando un máster. Nos cancelaron el vuelo a Brasil y nos vinimos a Madrid. Nos faltan siete días, así que hemos cogido un hostal por el centro y hemos aprovechado para conocer la ciudad. Lo único bueno de la pandemia es que se puede ver todo sin aglomeraciones. Mañana iremos a Toledo y otro día a Segovia. Y también hemos comprado entradas para el museo del Prado", explica mientras da un poco de agua a su hijo, de tres años, para mitigar el calor.

También en Sol, la gigante tienda Apple -'must' del turismo no cultural- te da la bienvenida con seis agentes de seguridad que te recuerdan la limitación de aforo y te toman la temperatura. Hay pegatinas por todo el suelo recordando la distancia de seguridad. Lo mismo en la vetusta y elegante pastelería La Mallorquina, fundada en 1894. En la Otra Vida era el bullicio hecho salón de té. Ahora dos clientes toman café en la barra y otro se pide unas napolitanas para llevar.

Palacio Real

En el Palacio Real ya no se forman colas de ciudadanos asiáticos desde las nueve de la mañana. Ni en los jardines de Ópera. En la cuesta de santo Domingo el único hotel que está abierto no ha cerrado porque tiene clientes fijos que viven en él. En las recién agrandadas aceras de la Gran Vía -esas que tanto pateó en los años 50 el animal más bello del mundo, Ava Gardner, fiel clienta del Chicote- ya no hay un paisaje constante de extranjeros haciendo fotos en cada esquina. El Palace, mítico hotel donde durmieron Sofía Loren o Salvador Dalí, está cerrado. Los taxistas ya no saben por qué céntricas zonas pasar para captar clientes. Alguno te confiesa entre nervios que se le ha olvidado ir al aeropuerto. "Nuestro trabajo ha caído en un 70%", explica el propietario de un taxi, ataviado con mascarilla.

"Madrid está en manos de todos", recuerda una publicidad municipal en todo el centro histórico. Pero la verdad es que esta ciudad ya no es la que era. "Esto no es Madrid", corrobora un vecino de Ópera que aprovecha un descanso del teletrabajo para pasear a su perro. No hay turistas. Ni nacionales ni extranjeros. No hay reactivación de la economía. No hay vida. "La gente tiene pavor. Y así no vamos a ningún sitio".

Sevilla: paseos solitarios

Son las 10.30 horas de la mañana de un miércoles y ante la puerta de entrada al Real Alcázar de Sevilla, uno de los ejes del Triángulo de Oro considerado Patrimonio de la Humanidad de la ciudad, no se oye nada. El bullicio que podría haber a estas mismas horas a comienzos de año ha dado paso a cuatro pequeños grupos que, entrada online en mano, esperan su turno. Entre ellos Asun, que no ve el momento de escapar del calor matinal entre los pavos reales del jardín. "Es una delicia visitar el Alcázar sola y pasear sin el agobio de la gente", explica en su mañana libre, "la mejor oportunidad para disfrutar de mi ciudad, si he venido otras veces guardando cola, ¿cómo no iba a hacerlo ahora?".

Más de la mitad de quienes aguardan son sevillanos que quieren reencontrarse con el monumento y dar a los más pequeños una clase práctica de diez siglos de historia aprovechando la falta de aglomeraciones derivadas del turismo internacional. "Es el momento de venir, porque parece que han echado una bomba de neutrones en la ciudad", resume de forma gráfica Clara, otra de las visitantes. En su caso, viven cerca y estaban acostumbrados al trasiego constante de turistas por las callejuelas más cercanas a la Giralda o el Archivo de Indias, que siguen cerrados al público. Ahora, dice, es el mejor momento para acercarse a disfrutarlo con los dos chavales adolescentes y "que aprendan algo". A pocos metros, Ana y Alba, también quinceañeras, indican a Adriana los puntos del recorrido a los que tiene que estar más atenta. "Sabíamos que ahora no tendríamos problemas para la visita, y queremos aprovechar que ella no lo conoce para enseñárselo". También Loli ha decidido mostrar las bondades de la Catedral y el Alcázar a su nieto, que atiende a la amiga de su abuela, historiadora del arte, con gesto de retener pocos detalles.

A solas con Zurbarán

La escena se repite en el museo de Bellas Artes , donde las visitas empiezan a arrancar poco a poco. "Me encanta disfrutar de la sala Zurbarán o la Inmaculada de Murillo sin nadie alrededor, te da tiempo a recrearte en los detalles sin agobios", desvela Teresa antes de entrar. En la Alhambra de Granada o en la Mezquita de Córdoba también son numerosos los vecinos que, en los primeros días, se quedaron extasiados redescubriendo el monumento sin el bullicio de turistas, y aunque ya abundan los visitantes nacionales e internacionales, sigue siendo posible encontrar entradas a cualquier hora y para cualquier día.

El centro monumental se mantiene desierto durante toda la mañana, para desgracia de los coches de caballos, una de las pocas actividades que el nativo no realiza. Sin posibilidad de grupos, esperan a algún turista nacional como Cecilia, ecuatoriana residente en Madrid que a última hora cambió el plan de vacaciones y decidió pasar unos días en las playas de Málaga con sus cuatro hijos. "Da un poco de pena verlo tan vacío, conocíamos ya la ciudad y nos hemos acercado de excursión, pero no esperábamos que estuviera así".

València, de récord de turistas a goteo

Son las diez de la mañana y Andrea está tras el mostrador de una tienda de alquiler de bicicletas en el centro de València. "A estas horas hace un año entre alquileres y tours habrían salido ya unas 25 bicis y de momento sólo ha salido una", apunta en el corazón de una ciudad que en 2019 batió su récord de turistas con más de dos millones.

Unos metros más allá, en la oficina de Turismo del Ayuntamiento el restrictivo aforo de dos personas no supone un problema. No hay nadie. Hace un año, cuentan, había cola en la puerta. Estos días apenas un goteo de turistas nacionales y algunos franceses llegados en coche.

El camino desde allí hacía el mercado central y la lonja está agradablemente despejado. Isabel trabaja en una tienda de souvenirs de la Comunitat Valenciana entre ambos edificios. "Otro año hoy pasarían por aquí cientos de personas. No me atrevo ni a comparar", cuenta con el local vacío.

"Parece que algo se empieza a mover y creo que en quince días se notará. Bueno, quiero pensar", admite. De hecho, trata de ver el vaso medio lleno. "Para los que vienen han muchas ventajas, no hay colas en ningún sitio, se les atiende bien y hay sitio siempre en las terrazas", apunta esforzándose.

Solo se oye castellano

Lo confirma Sophie, que se ha venido desde Suiza con una amiga en coche. "Hay dos cosas que se hacen raras, que sólo se oye hablar español por a calle y que los precios son la mitad de la última vez que estuve", cuenta. Lo hace sentada en una terraza en la que, efectivamente, se ve mucha mesa vacía pero también vecinos que en otro momento no habían podido sentarse. "Tirando por lo alto, estaremos haciendo un 30% de lo que estábamos haciendo el año pasado", cuenta Manu, camarero. Hay bares que no han abierto y otros que se plantean volver a cerrar.

Es más difícil encontrar turistas que dependientes sin trabajo con los que hablar y lo mismo pasa dentro del mercado. Nadie se hace fotos en su afamada cúpula y, lo que es aún más sintomático, hay sitio en la barra del local del cocinero Ricard Camarena.

Hay otra eficaz medida para medir la presencia de visitantes: las ventas de vasitos de fruta o zumo. Jesús despachaba estos últimos veranos casi 150 diarios y ahora ha hecho 30 y sospecha que no los venderá todos. "Este mercado vive de los vecinos pero es cierto que en verano, cuando se van, los turistas compensaban. Se veían ríos de gente, muchos de ellos de cruceros y ahora no habrá ni un 3%", calcula, precisa, Merche Puchades, la presidenta de los vendedores.

Son las 12 del mediodía y la Ciudad de Les Arts i Les Ciéncies, uno de los polos turísticos de la ciudad, debería estar llena de 'guiris' achicharrados. Pero tampoco. A los pocos que hay, se les ve. Una familia surcoreana haciéndose un selfie en el Museo antes de volver a su país tras un año en Madrid o una pareja de novios búlgaros y una treintena de invitados haciéndose fotos en L’Hemisfèric. Sin mascarillas.

L’Oceanogràfic, el recinto estrella, abrió el 1 de julio con una rebaja de aforo de nueve mil quinientos a siete mil visitantes pero en su primera semana tuvo un total de poco más de once mil visitas, un 70% menos y eso que las entradas estaban rebajadas.

Su público se suele dividir casi a partes iguales entre españoles y extranjeros pero estos últimos son ahora testimoniales. En el delfinario, el castellano manda sobre el italiano, algo inédito. "Me comí toda la pandemia trabajando y doblando turnos y a mitad me contagié del coronavirus así que he pensado que lo que hay que hacer es disfrutar", cuenta Ana Belén, que vive en Toledo y ha venido son sus sobrinos.  

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