Tiempos de pandemia

Besos robados

Carmen, con sus 86 años y paso lento, camina cada mañana hasta la reja de una residencia de València para ver a su marido, interno allí desde hace casi dos años

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Nacho Herrero

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Todas las mañanas, Carmen, con sus 86 años y paso lento, camina los 15 minutos que separan su casa de la residencia en la que vive su marido desde hace casi dos años y que, como el resto, permanece cerrada para las visitas. Acompañada de su cuñada o de su hija, día tras día se para junto a una ventana del recinto que da a la calle y en la que siempre le espera Antonio para regatearle al coronavirus los besos que les está robando. Aunque sea a distancia.

«A veces son cinco minutos y a veces diez o quince, pero él tiene una sonrisa enorme. La jefa no nos deja que estemos mucho, creo que por si a todo el mundo le da por hacer lo mismo, pero yo voy todos los días. Si nos la abren le pregunto cómo está y me dice que aburrido, el pobre; si no, al menos compruebo que está bien. Él me señala con la mano y me manda un beso», cuenta. Y ella se lo manda de vuelta. Eso no hay reja ni BOE que lo cambie.

Carmen y Antonio nunca habían estado tanto tiempo separados desde que se casaron en 1961. «El año que viene hacemos 60 años», calcula con rapidez. Hace un tiempo, decidieron que ingresara («con todo el dolor de mi corazón») más que por el principio de demencia senil que tiene por sus problemas de movilidad. «Es que pesa mucho y llegó un momento en el que yo no podía con él», aclara.

Desde entonces y hasta marzo, iba todas las mañanas a verlo. «Lo sacaba y paseábamos juntos por el centro de València hasta la hora de comer y los domingos comíamos juntos por ahí», explica. El covid-19 envió al traste esa bonita rutina.

Por videoconferencia

«Al principio hablamos por videoconferencia, porque mi hija tiene esto de internet y me pasaba su tableta, pero desde que podemos salir aprovecho las horas que tenemos los mayores para ir a verlo», apunta contenta. «El pobre lo ha pasado muy mal, nos ha echado mucho de menos. Un día me dijo por el teléfono que esa misma tarde venía un rato a verme y luego se volvía. No entendía que no podía salir», recuerda con un punto de halago.

"A veces son cinco minutos  y otras diez o quince los que puedo verlo, pero él tiene una sonrisa enorme», dice Carmen de su marido, Antonio 

«Ha sido muy duro», asegura, para él y para el resto de los que están allí. Por eso, cuando la ven aparecer, otros residentes se «arriman» a la ventana a hablar con ella. «Hay veces que casi ni nos dejan hablar a nosotros», cuenta divertida. Ahora Carmen descuenta las fases para poder darle en la mejilla esos besos que se lanzan. «Tengo muchas ganas de verlo, de darle besos, un abrazo, de sacarlo a pasear ahora que hace un sol tan bueno y de comer juntos los domingos, que él se pone contentísimo».

Hay otros besos perdidos y algunos recuperados. Los adolescentes que comparten barrio con sus parejas nunca estuvieron tan dispuestos a bajar la basura como en el arranque del confinamiento. Escamoteaban al covid-19 alguno de los muchos magreos que les ha quitado. Con los cambios de fase, ir al contenedor ha vuelto a perder interés, pero siguen escondiéndose para sus escarceos. Como si en vez de dos meses hubiéramos retrocedido cuarenta años. Se ha acabado presumir de pasión y escandalizar a los vecinos. Hay quienes aún no pueden hacer ni eso. Parejas de distintas provincias o comunidades que miran con envidia a las que solo separa el termino municipal. A estos últimos, de las 10 personas que pueden reunirse en casa estos días les sobran ocho, y de los dos metros de distancia les sobran los dos. Los primeros siguen tirando de pantallas para besos y para lo que no son besos. Menos mal que hay datos ilimitados.

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