La pobreza que asoma como gran secuela del coronavirus

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E. Colell / S. Camacho / N. Herrero / G. Ubieto

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La actual no es solo una crisis sanitaria sin precedentes, es también una crisis social sin parangón que está dejando a numerosos hogares sin ingresos y llevando a muchas familias a la cola de los servicios sociales en busca de alimento. La pandemia de la pobreza se expande como una mancha imparable por todos lados, pero se ceba, especialmente, en aquellos que antes de la irrupción del covid-19 ya tenían una frágill economía, como las siete familias que cuentan a EL PERIÓDICO lo desesperado de su situación. 

"Solo espero que mis hijos coman algo" 

Marlene Marcos y su marido sostienen sus dos hijos de 3 y 8 años con trabajos intermitentes y sin contrato. "Pero el coronavirus nos lo ha arrebatado todo, nos hemos quedado sin nada, lo peor era ver que no teníamos nada para comer", explica la madre de tan solo 26 años. Ellos migraron de Bolívia a Barcelona hace dos años. "No tenemos papeles, pero vamos tirando como podemos", explica. Ella cuidaba niños por unos 200 euros al mes, él iba trabajando en algunas obras cuando surgía algún trabajo. Ahora viven en un piso de 60 metros cuadrados en el barrio de La Florida, en l’Hospitalet de Llobregat y Marlene acoge durante el día la hija de una amiga suya que sí ha podido seguir trabajando. Han pasado por varias habitaciones dealquiladas i ahora viven en un piso ocupado. "Deshaucio de momento sé que no lo tendremos, mi pregunta es: ¿cómo voy a comer?"

La familia lleva varíos días tratando de contactar por teléfono con los servicios sociales. "Están colapsados, es que no nos cogen el teléfono", se queja. Así que no dudó en contactar con la entidad ABD, que le ayudaba con la crianza de los niños y le ofrecía formación a través del proyecto Mamalyona. "No lo había hecho nunca, pero les pedí comida, pasé mucha vergüenza pero es que no tenía nada en la despensa", añade. Lo que más agrece de la entidad ha sido la leche, la pasta y los potes en conservas para los niños. "La carne y verduras no comemos porque es carísima... solo espero que mis hijos puedan comer algo, nosotros ya nos espavilaremos", agrega la madre.

"Es pensar en los recibos... y tiemblo"

Olga Fernández, vecina del Bon Pastor de Barcelona, fue una de las víctimas de la crisis del 2008. "Dejé de pagar facturas y aún debo mucho dinero de la hipoteca, de la luz, del agua...", explica. Una deuda que iba pagando desde que, hace un año, consiguió cobrar la renta garantizada de ciudadanía: 667 euros al mes que la salvaron del desahucio. "A mí me cortaron la luz hace cinco años, me alumbraba con velas y con linternas para no tener que pagar", recuerda. Pero la memoria de esos monentos ha vuelto ahora de la peor manera.

"Al tener que estar más tiempo en casa, he vuelto a las andadas, es que es pensar en los recibos que me van a llegar... y ya tiemblo", comenta. En su caso, la situación es más que angustiante. "De verdad que lo estoy pasando muy mal", repite una y otra vez. "He vuelto al banco de alimentos, y tengo una tristeza enorme de nuevo, me dá terror tener que volver atrás, yo ya he vivido una crisis, no quiero tener que pasar otra vez por aquello", implora.

"No podemos pagar los mismos otra vez"

"Aquella criris fue una estafa", ¿Y ésta? "Esta no lo sé, pero espero que no volvamos a pagar los mismos los platos rotos", se queja Jose Villacañas, vecino de Cerdanyola del Vallès. "Parecía que habíamos remontado la crisis en casa, pero ahora veo que en cuanto nos lleguen las facturas de este mes lo vamos a pasar muy mal", señala. Después de quedarse en paro hace ya diez años, José iba acumulando contratos temporales. "He estado en paro de larga duración", reconoce. Pero la família parecía que había remontado. "Ahora me habían renovado tres meses más en el trabajo, pero nos han tenido que hacer un ERTE, y aún no he cobrado la prestación", cuenta. Su mujer trabajaba también de forma intermitente, como auxiliar de infermería en los hospitales.  

Él sobretodo teme por la factura de los suministros, !al habernos quedado en casa hemos gastado más, no sé qué nos llegará, pero tenemos mucho miedo", cuenta. Sin embargo, él, miembro activo tambien de la PAH en Ripollet del Vallès, propone una solución. "Estas compañías, que ganan tanto dinero, deberían condonarnos las facturas este mes, no creo que lo noten en su cuent de resultados", implora.

"Sin las pastillas me puedo morir"

"Con mi negocio iba tirando, pero al tener que cerrar por el virus... me he visto sin nada, así de un día para otro", cuenta Carolina Marín, propietaria de una peluquería en l’Hospitalet de Llobregat. En el 2010 las deudas la arrastraron a una pobreza que logró sortear. "Decidí dar el piso al banco y gracias a la ‘pelu’ he ido pagando el alquiler", añade. Pero el parón del virus, en este justo momento, le ha sido fatal. "Debo 2.300 euros del alquiler del local, he tenido que pagar los autónomos... ahora mismo no puedo asumir nada más", cuenta.

Una de estas facturas que se planteaban como imposible es la de la farmacéutica. Hace un año, tras un ataque del corazón, Carolina fue operada de urgencia. Le colocaron un Stent en una arteria y se convirtió en enferma crónica:  cada mes debe tomarse un cóctel de 10 medicamentos para seguir con vida. "Con el copago me cuesta 70 euros, pero es que este mes no puedo permitírmelo", reza. Ha tenido que hacer lo que nunca antes se planteó, pedir ayuda al banco farmacéutico. "Es que si no me tomo las pastillas me puedo morir: así estamos muchos, al filo", se justifica.

"El casero me presiona mucho"

El de Marina (nombre ficticio) es uno de esos ejemplos de que, de vez en cuando, la vida te viene con malas cartas. Dejó de trabajar cuando se quedó embarazada de su hija, y cuando ésta era aún pequeña, llegó la separación de su pareja. Hace dos años salió corriendo con apenas una maleta, y por consejo de amigos, su única referencia en Sevilla porque su familia vive fuera, se metió en el alquiler de un piso céntrico con varias habitaciones que subarrendar a estudiantes extranjeros como fórmula de subsistencia. Ahora que los estudiantes se han ido y no hay perspectiva de que vuelvan a corto plazo, intentó aplazar el pago del alquiler al propietario, pero éste, dice, no atiende a razones pese a que no necesita ese ingreso para vivir. "Lo estoy pasando mal, porque el casero me presiona mucho". 

“Estaba fuera del mercado laboral, y con una niña a cargo, era muy difícil encontrar algo que además me permitiera pagar a alguien que la cuidara”, explica con voz temblorosa mientras se aleja de su hija, que trata de hacer los deberes sin el móvil que le conecta al colegio. "Necesitaba tener ingresos rápidos, y un techo, y alguien me sugirió que alquilara habitaciones a estudiantes". "Fue mi salvación en ese momento", concede, porque tras contactar con un centro de estudios, a la semana ya tenía nuevos inquilinos. Ella se encargaba de limpiar y cocinar, y ellos vivían una auténtica inmersión española. Este año tenía la casa repleta, dos habitaciones dobles reservadas para todo el curso. Pero en febrero empezaron las primeras bajas, dos americanas que decidieron volverse de un día para otro porque ya escuchaban los estragos que causaba el virus en Europa. "No me esperaba lo que finalmente ha sido".  

Angustiada, quiso contar en parte su situación al dueño, explicándole que trabaja en el sector turístico y que se ha quedado sin ingresos."Sé que estoy entre la línea del bien y el mal, pero soy una buena persona, alquilo porque necesito el dinero, y es una situación extraordinaria", se justifica. Ha intentado negociar, pagar la mitad durante seis meses, y devolverle más adelante esa diferencia. "Le pagaría con lo que recibo de la pensión de la niña, y me quedaría a cero, sin tener para comer", prosigue, "pero me ha dicho que no, que es una locura, y que pida la ayuda al alquiler". Tras contactar con la Oficina de Derechos Sociales de Sevilla, sigue a la espera de encontrar una solución, pero mientras, el dueño la presiona continuamente para que le envíe la documentación y ser él quien le gestione esa ayuda. "Es como el día de la marmota, yo a él le entiendo, claro que sí, pero él a mí no", dice mientras rompe a llorar. "Es un permanente conflicto interno, ¿cómo le explico que soy una buena persona pero que las cosas me han venido mal?".

"Que si no me gusta, que ma vaya"

Saveta H. llevan cinco años en un humilde piso del barrio valenciano de la Malvarrosa. Aunque la playa está a un paso, el mar parece estar muy lejos de aquí. El pasado mes de abril fue el primero en todo ese tiempo que no pudo pagar sus 300 euros de alquiler. Desde entonces debe gestionar las continuas llamadas de su casera exigiendo el pago con amenazas de denuncias y de desahucios. "Que si no me gusta, que me vaya, me dice", cuenta a EL PERIÓDICO. Como si tuviera a dónde irse

Pero inmersa en un ERTE que no ha cobrado y con dos hijos de seis y trece años a los que alimentar, asegura que no tiene con qué pagar. Así que mayo se quedará también sin pagar.

Los primeros efectos de la crisis del coronavirus a ella le llegaron unas semanas antes que al resto. Llevaba tres años y medio trabajando, sin contrato y por tanto sin cotizar, limpiando pisos turísticos y cuando las noticias de Wuhan sacudieron el mercado, le echaran de un día para otro.

"Todo era en negro, me callaba porque me amenazaba con tirarme pero contra el dueño voy a ir hasta las últimas consecuencias, Tengo muchas pruebas", advierte ya harta. Esa será su siguiente batalla.

"Tuve suerte porque en pocos días me contrataron en una cafetería pero cuando cerraron todo ya no podía trabajar y me metieron en un ERTE pero todavía no he cobrado nada", lamenta. "Me han dicho que en junio pero hasta entonces hay que comer", recuerda.

"Le conté a la dueña lo que me pasaba pero me ha exigido que le pague y me ha dicho que me va a echar de la casa. Pensaba pagarle del dinero que voy a recibir del ERTE pero desde la asociación del barrio con la que me puse en contacto (Espai Veïnal Cabanyal) me han dicho que ese dinero es para poder comer y resistir hasta que pueda coger algo la marcha o me lleguen las ayudas al alquiler", reflexiona ya convencida.

Lo cuenta en su pequeño y ordenado salón. Está recién pintado porque pagó ella misma porque taparan las cícilicas humedades que aparecen. Siempre lo ha hecho así, igual que siempre ha pagado los gastos de escalera. Le dijo de pagar al menos la pintura a medias. Y claro, "que si no me gusta, que me vaya". Nunca paga ninguna reparación, asegura.

Hay un contrato por medio pero sin declarar por parte de la dueña y eso le impide pedir ayudas, "porque no quería perjudicarla", explica. Cuando le pidió poder hacerlo le rebajó treinta y cinco euros e inició el que ahora es su mantra: "que si no me gusta, que me vaya".

Con los justificantes bancarios de sus pagos mensuales confía en poder alguna ayuda. Mientras tanto, sólo tiene la pensión que le pasa su exmarido, que vive en Francia, y que alguna vez le ha ayudado a pagar el alquiler. "Menos mal que quedamos bien", agradece.

"Me pagan cada semana y asimismo lo voy gastando"

Vanesa, de 36 años, vive estos días de pandemia con una mezcla de sentimientos encontrados. La alegría de haber podido traer por fin a su lado a sus cuatro hijos desde Honduras cohabita con la angustia con la que ha vivido este último mes y medio que ha estado sin trabajo. "Se me vino todo encima. Tenía un poco de dinero ahorrado, pero se me fue como agua entre las manos", comenta. Sin permiso de trabajo, esta madre todoterreno ha ejercido desde que llegó a la capital catalana de lo que le ha ido saliendo. Principalmente de cuidadora de personas mayores, como muchas de sus paisanas.

Llegó el virus y una de las vidas que se llevó fue la del anciano que cuidaba esta mujer desde hacía más de dos años. Vanesa se quedó en paro y no consiguió encontrar otros ingresos en las casas donde antes había ido a limpiar. "Las señoras me dijeron rapidito que no podía ir. Tenían miedo de contagiarse y yo tampoco me podía arriesgar por mis niños", explica. Sin empleo no hay ingresos para el gremio de trabajadores del hogar, pues la Seguridad Social no contempla el derecho a cobrar el paro para las que están dadas de alta. Todavía menos para las que no tienen permiso de trabajo, como Vanesa.

Esta mujer encontró un clavo al que asirse en la solidaridad entre las de su gremio. Entre la ayuda que ella y sus paisanas, camaradas o coetáneas han podido brindarse unas a otras creando la asociación Mujeres Unidas Entre Tierras. La ayuda especial para trabajadoras del hogar habilitada desde el Gobierno no incluye a aquellas que trabajan ‘sin papeles’; una parte importante del colectivo. "No he escuchado mucho que digan 'a mi me salió' o 'yo recibí la ayuda'", explica Vanesa. Entre ellas comparten comida, medicinas y demás enseres básicos. También han habilitado una caja de resistencia para las aportaciones que puedan conseguir y que ayuden a pagar tangibles como los alquileres. Una factura que, sin legislación especial del Gobierno, no entiende de pandemias.

Vanesa ha conseguido trabajo en un par de casas estas últimas semanas. "Yo doy gracias que me llamaron, porque hay muchas compañeras que se quedaron en la calle y no encuentran nada", cuenta. "Ahorita con esta crisis es donde se sabe la triste realidad de todas", añade. Un par de ingresos que calcula que le reportaran unos 600 euros al mes, si los contagios no repuntan y sus empleadoras dejan de reclamar sus servicios. "Me pagan cada semana y asimismo lo voy gastando. Voy comprando lo que voy necesitando y así me la llevo", explica.