La epidemia en España

Cosas que los sanitarios deberían contar a sus nietos

Cinco testimonios y algunas conclusiones de las jornadas de tensión vividas por los profesionales de la enfermería por el covid-19

Jesús García Ramos, secretario general del SATSE

Jesús García Ramos, secretario general del SATSE / G.R.

Juan José Fernández

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La auxiliar de enfermería Raquel Cifuentes confiesa que ha roto el confinamiento alguna vez, saliendo a la calle sin una de las pocas razones que lo permitían. Pero es que ya no podía más. Desde que se declaró la pandemia vive sola en su piso, pues mandó a su madre a su Zamora natal y a sus dos hijas, que normalmente viven con ella, a casa del padre en la Sierra de Madrid. No quería exponerlas al virus si lo traía consigo.

Acababa de salir de una noche de trabajo, y necesitaba ver a las chicas. Llegó con el coche hasta la cancela, y se esperó hasta que una se asomó a la ventana.

- Mami, ¿por qué has venido? ¿Qué haces ahí llorando? ¿No lo habrás cogido? –le dijo una de ellas.

- No, no te preocupes. Es que necesitaba verte.

- Todas las tardes aplaudimos por ti. –Le contó la muchacha.

Es normal que se fuera para casa llorando. De hecho no sabe, a sus 46 años, 17 de experiencia sanitaria, cuándo dejarán de apremiarle las lágrimas en sus retornos a casa desde el hospital madrileño especializado en cáncer en el que trabaja.

Y solloza al contar uno de sus lances: "Tuvimos que intubar a una chica rumana de 25 años. Había pasado una leucemia, estaba baja de defensas, y pilló la covid. Dijo el médico: ‘Hay que intubarla sí o sí, o se nos queda aquí’. Tenía 85 de saturación. Le pregunté si quería asearse sola, y me dijo que no. Así que le apartamos la máscara respiratoria para poder quitarle la camiseta, y solo fue ese momento y ya se ahogaba. Una noche me dijo: ‘Tú no me sueltes la mano, porque ahora eres como mi madre, que estoy sola’. Se iba a morir".

Vino un bicho

Pese a que el país está ya en desescalada, el deshielo tardará en llegar a los espíritus de los profesionales sanitarios. Han vivido cosas, que, como dice el enfermero Antonio Navarro, no saben si contar a sus nietos.

Cuando su esposa, enfermera en el Hospital 12 de Octubre, contrajo la covid-19 y tuvo que encerrarse 15 días en un ala de la casa "como una presa, la pobre", este enfermero con 22 años de profesión, los cinco últimos en el madrileño Summa 112, se lo contaba a sus dos niños como un cuento: "Vino un bicho que nos puso muy malitos…"

"Tras el SARS, el MERS y el ébola, pensé que en este país habría un plan de contingencia. Me equivoqué", lamenta Jesús García

Será difícil borrar de las memorias cierta fría frustración bajo la calidez de los aplausos. La siente Jesús García Ramos, portavoz del sindicato de enfermería SATSE en Madrid: "Pensaba que después del MERS, el SARS, la fiebre de Crimea y el ébola, en este país habría un plan de contingencia nacional, y gente preparada que nos vendría al hospital y nos diría: esto se hace así, así y así. Pero me equivoqué. Lo que ha habido es descoordinación, indicaciones contradictorias y falta de transparencia de las administraciones. Algo tan elemental como hacer pasillos exclusivos de covid tardó días en implementarse".

De igual forma, este enfermero de 42 años no podría creerse que, a partir de ahora, este país no tenga "algún tipo de industria capaz de producir equipos de protección individual en la próxima pandemia, sin tener que depender del mercadeo internacional, que ha sido una vergüenza".

El protector facial que ha usado el dirigente del SATSE estos días no vino de ningún almacen de la Administración: se lo regaló un pintor que, cuando estalló la pandemia, estaba haciendo una reforma en su casa. "Se conoce que le di pena", cuenta.

Con miles de sanitarios mordidos por el virus, Jesús dejó de dedicarse en exclusiva al trabajo sindical para reincorporarse al Hospital del Henares, (Coslada, Madrid), que de ocho camas de UCI pasó a inventarse 29. Desde que combaten al coronavirus, él y su esposa, también enfermera, duermen en camas separadas. "Nunca vi una cosa así. He vivido el conato del ébola, la gripe A, incluso viví el 11-M siendo alumno en el Gregorio Marañón, pero esto ha sido como vivir una catástrofe diaria", resume.

La auxiliar Cifuentes ha tenido la misma sensación: "Algunos días me despertaba creyendo que esto era un mal sueño, y no, esto sigue. Y me decía: ‘Me cagüen la puta, esto ¿por qué no se para?’"

El miedo

Buena parte de las experiencias que digieren los sanitarios han girado en torno al miedo. El propio y el ajeno. Para Jesús García es algo expresado en las caras demudadas de los contagiados que llegan a su área de trabajo: el triaje. Los que más le impactan son "esas parejas de abuelillos que viven solos, y que lo han cogido. Les ves llegar con una cara de susto…"

Al triaje de Jesús, donde se valora la gravedad y el destino de cada enfermo, en algunos días más de un centenar, "suelen venir casi todos con un poco de taquicardia, muy asustados, derivados de la Atención Primaria. Algunos vienen con los labios amoratados porque ya están bajos de oxígeno, se han hecho una radiografía y les han visto algún tipo de infiltrado... A veces te llegan extranjeros sin la tarjeta sanitaria, que no pueden comunicar adecuadamente, o personas sin hogar", que a su covid añaden "graves problemas de higiene y patologías psiquiátricas".

Cuenta Raquel que a gente curtida por el cáncer le asaltaba el miedo a una enfermedad supuestamente menor. "Uno de ellos llegó, ingresó, no sabía qué le pasaba pero se encontraba mal. No quería desayunar, no quería comer, no quería ver la tele, y eso que le gusta mucho –relata-. No quería nada, nada. Y es un hombre super alegre, pero nada. Se había dado cuenta de que le habían metido en la planta de los covid. Yo le dije: "Tú tranquilo; igual que hemos luchado contra el cáncer, luchamos contra esto"; pero él se echó a llorar. El miedo lo mata".

El temor no es patrimonio exclusivo del enfermo. Cree Antonio Navarro que esta experiencia dejará en la sociedad "muchas neuras". Él mismo sufrió al comienzo, en el comedor, "la psicosis del novato, una vez que me dieron un pan que no estaba envuelto, y me comí solo la miga… u otro que vi hablando al camarero mientras me ponía la cena en la bandeja… Hasta que me dije: ‘Como sigas así vas a acabar como Jack Nicholson en El Resplandor".

Ifema, el destino para el que la Sanidad madrileña reclutó a Navarro, era de los más espectaculares escenarios de la pandemia, pero no tan malo como cualquier UCI. Y, sin embargo, no han faltado complicaciones.

"Tenías que correr a la UCI con ellos; esta enfermedad te hace un colapso en menos de nada", cuenta Navarro

"Al Ifema llegaban los pacientes no graves, estables. Pero algunos estaban estables y de repente tenías que ir a la UCI corriendo con ellos porque esta enfermedad te hace un colapso en menos de nada. Los pacientes que se ponían malitos se ponían muy malitos y en muy poco tiempo. Ves que empiezan a desaturar, que de un 96% de oxígeno en sangre te bajan a 92 y hay que ponerles máscara de alto flujo; y que, a pesar de eso, se ponen en 85… y empieza un círculo vicioso: se ponen a taquicardizar, les suben mucho las pulsaciones, y empieza a no ser efectiva la respiración, y la saturación baja más… Ahí hay que pronarlo, ponerlo boca abajo, y ver si respira mejor…".

Las noches

Dice Raquel Cifuentes que es cierta esa impresión de la enfermería de que de noche mucha gente se pone peor. "Quizá es porque la noche se hace larga. Están malos, y es como que no llega el día nunca. A las tres o cuatro de la mañana no pueden más, están inquietos, llevan ya mucha cama, no hallan postura, la medicación no les hace nada. Es inquietud del cuerpo, de piernas, de brazos.…"

Esa inquietud, cuando no problemas más graves, complican sus turnos nocturnos de doce horas, de ocho a ocho, en los que se cena cuando se puede. Cenas en el control de enfermería interrumpidas por las llamadas de los pacientes. "A las dos de la mañana estaba picando una ensalada, y llama uno –explica-. Te tienes que poner las calzas, la bata, la máscara, los guantes, otros guantes… Vas, cambias un pañal, o está vomitando, o tienes que dar medicación… vuelves, te quitas todo, te lavas a fondo, picas otro poco de ensalada y… otra llamada; a vestirse otra vez. Había noches que se me quitaban las ganas de cenar".

Navarro completa el relato: "Cuando el enfermo se despierta y se inquieta, de madrugada, te vas a ver qué le pasa. Me veían llegar y, los que más somatizaban, me decían: ‘Ay, que me encuentro fatal’. Hablaba con ellos para tranquilizarlos, se descargan hasta quedarse dormidos".

Selene

En un hospital puede el enfermo apagar la luz de su habitación. En un pabellón ferial eso es más difícil. Lo que se hacía en Ifema era atenuar la intensidad de la luz a las diez. "En el turno de noche parecíamos topos, cruzándonos en las vueltecillas de control", cuenta Navarro.

El nombre de "Selene" es ya parte de la memoria de los voluntarios de Ifema. Es un programa informático de uso en los hospitales públicos de diversas autonomías. En él cuelga el médico el tratamiento, y el enfermero apunta las constantes. El programa mostraba en la pantalla del ordenador un mapa de las camas del pabellón, con muñequillos. Clicando en cada monigote, se abría su historial, su evolución y su medicación. Cuando llegaron no conocían el programa. "La noche es larga, y aprendes", cuenta.

Pero solo a ratos, sobre todo las y los enfermeros de los dos controles -de 25 en total- rodeados de camas de abuelos, algunos demenciados y otros muchos necesitados de ayuda para su higiene: "En esos controles se pasaban la noche cambiando pañales", recuerda.

El contagio

Pilar M. L., barcelonesa, auxiliar de enfermería en un gran hospital público, fue de las primeras sanitarias en enfermar. El 10 de marzo tuvo fiebre, y se ha pasado parte de las crisis encerrada e indignada. Sobre todo cuando hizo cuentas y concluyó que llevaba el virus desde el 25 de febrero.

Pilar trabaja en un bloque quirúrgico. Junto a su planta empezaban a acumularse los primeros ocho enfermos de covid-19 el 9 de marzo. Vino un caso de instalación de un marcapasos, "y no había pauta clara para el personal sanitario", denuncia.

Cuando ya tenía fiebre, la jefa de Pilar le dijo: "Bueno, no tiene por qué ser covid. Vente para acá".

Al día siguiente, al levantarse, se tomó la temperatura porque se encontraba mal. 37,6 marcó el termómetro. Antes de vestirse, llamó a su supervisora para contárselo. "Bueno, Pili, no tiene por qué ser el covid. Vente para acá". Esa misma noche, al volver a casa, tenía 39. Rumiaba ya la inquietud: "Seguro que contagié a gente". Por ejemplo, a cuatro compañeros de su partido político con los que se vio esa tarde.

Ahora se indigna pensando en lo que, en materia de sanidad pública, pudo ser y no fue. "Esta sociedad nuestra ha sido prepotente, y se ha llevado una lección. Llevo 15 años trabajando, y no hemos recibido ni un protocolo para catástrofes. Después de la gripe A y el ébola, no es solo que no hubiera equipos de protección, es que no había planes de contingencia. Yo misma pensaba que esto era una gripe".

Vida entre tanta muerte

Puede que a sus nietos, Quique Estévez, gallego destinado en el Hospital Doctor Trueta de Girona, les cuente esta primavera del 2020 empezando por las angustiadas llamadas de parejas los primeros 15 días de estado de alarma. "Había mucha desinformación", resume.

Estévez ejerce una profesión que en catalán tiene nombre, llevador, y en castellano solo recientemente: comadrón. Hay 400 especialistas en asistencia al parto en España. De 70 de su promoción, solo uno, él, era varón.

Contagiarse ha sido para él no solo riesgo, también dilema moral. "No me preocupaba tanto que las madres estuvieran contagiadas como poder contagiarlas yo", relata. Y de eso se hablaba en un chat de comadronas de toda España.

En su hospital, a las parturientas con covid-19 las derivan al Vall d’Hebrón de Barcelona, porque, "en caso de respirar mal, presentarían hipertensión. Y si respiraran aún peor, no habría más remedio que hacer cesárea de urgencia".

El llevador Estévez recuerda también de estos días la extraña soledad en los paritorios. Como ha pasado con los entierros, las llegadas al mundo también se han producido sin público. "Solo se permitía la estancia de un acompañante, no existía permiso para que nadie fuera a ver al recién nacido, ni al hospital le interesaba que hubiera gente circulando por los pasillos". De hecho, en los días de más peligro, las altas postparto se adelantaban a las 36 horas, en vez de las habituales 48.

Calor humano

Un sabor agridulce les quedará a los sanitarios de este país cuando esta epidemia sea un recuerdo. De lo dulce Antonio Navarro destaca la solidaridad mostrada en cien detalles en su hospital provisional: las máquinas de bebidas y sandwiches que no aceptaban monedas, todo gratis; las cajas de fruta, patatas fritas y refrescos, incluso flores, que donaban los tenderos; la foodtruck de la pastelería madrileña Viena, con sus currantes de erte, pero dando café y bollo gratis a los sanitarios; o la biblioteca de Ifema, que empezó con un carrito de libros que alguien había dejado por allí y terminó con varias estanterías de volúmenes regalados por la gente. "La única biblioteca en la que los libros no se prestan, te los quedas para ti", ironiza el enfermero. Al fin y al cabo, un libro tocado por un paciente de covid-19 ya no se pasa a otro.

Dice Jesús García Ramos que en esta crisis, pese a que "siempre hay alguien que pierde los nervios", ha disminuido mucho el soberbio "yo pago tu sueldo" que solían escupir contribuyentes cabreados al funcionario de la Sanidad. Cree el portavoz del SATSE que no solo la actitud de la gente hacia el sanitario ha cambiado: "También el sistema se está reinventando. Y más vale, porque aún no sabemos todas las secuelas que están por venir".

Navarro espera que, cuando esto pase, algunas cosas cambien. Un amigo conductor de autobús cobra más que él. Lo cuenta sin peyoración ni envidia. Compañeros que se fueron al extranjero cobran 6.000 euros al mes, cuando los que se quedaron en España perciben 2.000. "Estamos muy bien formados, pero mal pagados", resume, y lamenta: "La primera vez que oí los aplausos me emocioné, pero he ido recordando que antes de todo esto tuvimos que salir a la calle a reivindicar derechos. Espero que cuando esto pase, la gente empatice más con nosotros".

Estando enferma, Pilar ha visto en su barrio salir al balcón a aplaudir "a gente que antes ni defendían ni pisaban la sanidad pública ni de coña". No teme que, en unos años, a algún gobierno se le ocurra volver a recortar la sanidad pública. "Lo que sí temo –asegura- es que salga diciendo que la sanidad recortada que hay ahora es estupenda".

Relatos contra el estrés

En esta dura primavera, miles de sanitarios han encadenado jornadas de 12 horas, noches de doliente amontonamiento en Urgencias y, en las UCIs, amargas despedidas a los moribundos.

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