LAS CUATRO PAREDES DEL CORONAVIRUS

Los confinados habituales

Personas acostumbradas al aislamiento, la soledad o el encierro aportan su perspectiva sobre el confinamiento que afecta a toda la población

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Mauricio Bernal

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Hay gente que puede decir que ha pasado meses en un cubículo estrecho sin contacto personal con nadie y con la sola compañía del sol cuando es de día y las estrellas al caer la noche. Hay gente que puede decir que voluntariamente tiene el hábito de encerrarse en una habitación y rogar a su particular dios para que nadie tenga la mala educación de venir a molestarlo, porque necesita la soledad y tiene especial estima por la compañía que le brindan las cuatro paredes y el techo. Hay gente que conoce sobradamente la rigurosidad del aislamiento auténtico, porque viven en lugares donde las circunstancias o los elementos se pueden confabular para que se vuelvan isla o fin del mundo, y nadie pueda entrar ni salir de allí. La soledad ya estaba inventada. De este confinamiento que es novedad para los demás ellos pueden hablar como de un viejo conocido.

Dídac Costa recuerda con emoción el momento en que volvió a ver gente tras permanecer más de tres meses solo en medio del océano

Hace tres años, el 23 de febrero del 2017, el bombero de la Generalitat y navegante de los mares Dídac Costa cruzó la línea de meta de la octava Vendée Globe tras permanecer 108 días en solitario en el mar. En la memoria conserva el momento en que se iba acercando a meta y otros barcos se acercaban y por primera vez veía gente en tres meses, rostros, seres humanos que le daban la bienvenida. "Me di cuenta de que lo necesitaba", recuerda. Luego, una vez en tierra, abrazos, apretones de mano, conversaciones cara a cara. "Fue muy intenso". Desde el punto de vista del aislamiento, había vivido una experiencia que hoy resulta familiar: solo, confinado entre cuatro paredes –por decirlo así– y en contacto con el exterior estrictamente a través del teléfono y el ordenador. "Se parecía mucho a los que nos está pasando a todos ahora en el sentido de que sabía que no se iba a acabar al día siguiente o al cabo de dos días. Que iba a durar semanas", explica. Al menos, Costa no podía decir que no estuviera acostumbrado. La soledad del navegante es como la del portero ante el penalti: inherente. "Estás acostumbrado a estar solo y en un pequeño espacio. Y hay tiempo para pensar. Estás concentrado en la navegación, pero hay tiempo para todo".

La furia de los elementos

El suyo era un aislamiento voluntario, y estar solo ni siquiera era el objetivo de la empresa: el objetivo era competir. Más cercano a la idea del aislamiento imperativo es lo que tiene lugar en esos pueblos de montaña en los que un día de invierno la nieve se presenta con alevosía, generosa, y se yergue como barrera con el mundo exterior. "Tenemos un puerto de 1.300 metros y en invierno las nevadas son frecuentes e intensas", dice Francisco Javier Campo, alcalde de uno de esos pueblos, Tresviso, en Cantabria, en el Valle de Liébana. Tresviso siempre sale en las noticias cuando nieva. Allí, el confinamiento es un concepto puede que no rutinario pero sí habitual, así que estos días de coronavirus todo se lleva mejor. "De momento no hay ningún caso. Seguimos a rajatabla las reglas de confinamiento y distanciamiento social". Son 60 habitantes que tienen en la ganadería y una fábrica dedicada a la elaboración del famoso queso de Tresviso sus principales fuentes de ingresos. Son sector primario y estos días siguen trabajando. Con los que llegan de fuera transportando suministros se mantienen las precauciones habituales.

"Pensé que por ser escritor me iba a afectar menos que a otras personas", dice el barcelonés Enrique Vila-Matas

La familiaridad con el encierro, el aislamiento y la sensación insular es algo de lo que se han apresurado a presumir los escritores desde que empezó el confinamiento. "Sí, yo estoy acostumbrado…", se oye o se lee, con el telón de fondo de una sonrisa que transporta la reivindicación de un patrimonio inmaterial. Será porque el mito es verdadero. Abandonar el mundo y clausurar la guarida en busca de paz, silencio y concentración es de donde suelen salir los libros, y por eso se presume que muchos escritores están aprovechando los tiempos del virus para empezar o dar la puntada final a proyectos que ya tenían en marcha. Nunca la ciudad había estado tan callada: nunca había invitado a concentrarse tanto. Pero incluso el huraño literato necesita aire para respirar.

"En un primer momento pensé que por ser escritor que trabaja aislado me iba a afectar menos que a otras personas, pero pronto vi que iba a echar en falta la libertad de salir al menos un rato todos los días", dice Enrique Vila-Matas. El escritor barcelonés, autor de obras como 'El viaje vertical', 'Bartleby y compañía' y 'Aire de Dylan', hace valedera la sospecha sobre el aprovechamiento del tiempo y dice que está "trabajando en dos libros a la vez", una narración-ensayo "sobre las cinco tendencias esenciales de la narrativa actual" y un libro de conversaciones al que da forma con una periodista amiga; un libro, dice, cuyo objetivo es "desvelar las claves" de su escritura. En eso está. El confinamiento del escritor tiene indefectiblemente el espíritu de la redundancia, el alma del 'déjà vu'. "Siempre estoy en casa leyendo, viendo películas y escuchando un poco de música", declaró hace poco Fernando Savater, dando a entender que su vida apenas ha cambiado. Decía que solo echaba de menos las carreras de caballos.

Soledad concentrada

Ricardo Nava es maquinista desde hace 34 años. Conduce trenes de alta velocidad y suele hacerlo en la línea Barcelona-Madrid. El suyo es otro tipo de aislamiento: uno que dura algo más de tres horas cuando más dura; uno lleno de concentración. "El AVE está muy informatizado y la mayoría de cosas que hago tienen que ver con controlar que todo funciona bien. No da tiempo a estar divagando sobre lo bueno y lo malo de la vida", dice. Emperador solitario de su pequeño cubículo mientras dura el trayecto, Nava se niega sin embargo a encontrar familiaridad entre sus rutinarias soledades y este duradero aislamiento que impone el virus. "No creo que se pueda comparar", dice. "En la cabina echas de menos un momento de relajación, quizá hablar con un compañero, pero al fin y al cabo estás trabajando". Al final, lo cierto es que ni Nava ni nadie estaba preparado para esto. Un virus. Un mundo atrapado. Una humanidad confinada. Lo que hay es un reducto de familiarizados. Gente de su propia isla.