COMBINACIÓN DIABÓLICA

Cuando dos pestes se unen: la inmobiliaria y el coronavirus

Una vecina de Barcelona que se mudó a Manresa en pleno confinamiento cuenta la odisea que pasó cuando encontró que su nuevo piso había sido okupado

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Mauricio Bernal

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Ocurrió el viernes de la semana pasada. En Manresa. En la calle de Alfons XII, en una ciudad fría y vaciada por la cuarentena, en la nada, una mujer lloraba porque no sabía dónde dormiría esa noche. Verónica Zerpa había conseguido los permisos para llevar a cabo la mudanza que llevaba semanas planeando –y no había sido fácil, como casi lo es nada en estos tiempos de epidemia–, pero al llegar a su nuevo piso se había encontrado con lo que ya no es tan extraño: estaba okupado. La peste inmobiliaria es antigua y crónica, y no se pliega ante la llegada de la nueva, el virus que tiene en vilo a todo el mundo. En estos días pueden combinarse de forma absurda.

Cuando iba en el tren recibió la llamada del transportista para decirle que la llave no servía y que se oía un perro adentro

Zerpa, venezolana de 37 años, 13 de vida en España, empezó a planear la mudanza cuando el coronavirus era algo que ocurría en China. "Y empezaba a surgir en Italia", recuerda. Esos días en que a nadie se le pasaba por la cabeza la idea de una hecatombe como la actual. Firmó el contrato a finales de febrero. Tenía intención de mudarse el 27 de marzo, y de aprovechar los fines de semana anteriores para trasladar las pequeñas cosas en el coche de una amiga. "Pero entonces decretaron la cuarentena y eso ya no lo pude hacer", dice. La propia mudanza estuvo en entredicho, pero al final consiguió el permiso para llevarla a cabo. Era imperativo: al piso de Barcelona donde vivía llegaba un nuevo inquilino. No tenía alternativa. Tenía que marcharse.

El vacío y un perro

"Si ya de por sí cualquier mudanza es una parafernalia, una mudanza con coronavirus, en plena cuarentena…" Llegó el día: 27 de marzo. El camión se llevó sus cosas y ella cogió el tren a Manresa. Puesto que el transportista iba a llegar primero, le dio las llaves del apartamento. "Y el shock ocurrió cuando iba en el tren hacia Manresa y el hombre me llama y me dice que la llave no funciona y que se oye un perro adentro. Yo pensé: 'Si me han ocupado el piso…', y de los nervios me reía sola en el tren'". La risa se volvió cosas menos agradables cuando llegó a Manresa, al edificio, subió las escaleras, oyó al perro, vio que habían forzado el paño… Timbró y timbró, pero nadie salió a abrir. Así, entre el vacío sideral y un perro, empezó la pesadilla.

Los okupas le dijeron que le habían comprado a un tercero una "licencia para okupar el piso"

Barcelona y su área de influencia hace tiempo que son un terreno inmobiliariamente peligroso. Un campo de minas. Hay que tener cuidado dónde se pisa. Es como las calles de la salsa urbana de los años 70: el malo puede estar a la vuelta de cualquier esquina. Caer en la tentación de pensar que una emergencia como la del coronavirus va a hacer que desaparezca el problema es no contar con su condición de pesadilla persistente. No, no va a desaparecer. Los dos males van a convivir, y van a dar lugar a pesadillas pequeñas o más grandes, e historias como la que le tocó vivir a esta mujer. "Efectivamente. Me habían ocupado el piso. No me lo podía creer". El camión estaba en la calle pero no podía descargar sus cosas.

Vuelta a Barcelona

Un intenso intercambio de llamadas –la inmobiliaria, los Mossos, la abogada de la inmobiliaria…– y la sorprendente aparición de uno de los okupas en la puerta ("me abrió en toalla") arrojó una composición de lugar en la cual una pareja le había comprado a un tercero una "licencia para okupar el piso". Esas cosas existen. El hombre, ya vestido, le explicó que lo habían hecho "por necesidad"; que no sabían que el piso estaba alquilado y que no querían "problemas con nadie". "Hubo muchas llamadas hasta que el dueño se comprometió a arreglar la situación a más tardar el martes, y yo tuve que volver a Barcelona y quedarme donde una amiga". Antes de eso, en una calle de Alfons XII fantasmal, Verónica tuvo que sacar las maletas del camión y abrirlas para coger tres o cuatro cosas esenciales. "Tratando de recordar dónde había puesto las cosas. Ahora me río, pero entonces quería llorar". El camión se llevó el resto y lo dejó en un guardamuebles.

Su mudanza no la ha podido recuperar del guardamuebles debido al endurecimiento del confinamiento

Finalmente, los okupas y el perro se marcharon, pero antes, el dueño tuvo que pagarles el dinero que supuestamente habían desembolsado por la "licencia". "Yo al principio creía que eran unos chicos realmente en problemas, pero al final me quedé con la sensación de que es un modus operandi para chantajear a la gente". Son las aberraciones en boga. El problema es que, para cuando pudo regresar al piso, el lunes siguiente, el Gobierno ya había endurecido el confinamiento y era imposible sacar sus cosas del guardamuebles. Allí siguen, confinadas. Viendo las noticias, puede que tengan que permanecer allí un buen tiempo.

Así que hela aquí, a Verónica, con lo mínimo en su nuevo apartamento. "Recordé que mi madre tiene un colchón inflable y se lo pedí prestado. Cuando fui allí me había hecho un kit de emergencia: una olla, una sartén, cubiertos, una cafetera, el colchón, unas sábanas… Por supuesto, todo en plan que ella me ponía las cosas en el ascensor, yo las recogía abajo…" Para sobrellevar la interinidad, ha comprado una pequeña mesa por Amazon y para cubrir la ducha ha tenido que improvisar una cortina hecha con bolsas plástico. Tendrá que vivir así hasta que acabe el estado de alarma. "Es mi historia de la pandemia. Cuando la gente me pregunte qué hice en esas semanas, yo les diré: 'Pues mira…'". Dos pestes combinadas. Un respeto.