El testimonio

Un café con leche al final del túnel

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zentauroepp52907530 barcelona 24 03 2020 sociedad coronavirus en barcelona se200325213931 / FERRAN NADEU

Rafael Tapounet

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Lo único que quería José Luis Guerrero era un café con leche. "Calentito", subraya. Después de dos semanas de ingreso hospitalario, este jubilado de 65 años pudo cambiar los estrictos protocolos de la uci por la relativa semilibertad de una habitación de planta, pero el anhelado café con leche no se hacía realidad. "Solo me daban zumos y yogures, pero yo tenía mono de café y no podía pensar en otra cosa". La suerte de José Luis cambió cuando llegó el fin de semana y, con él, un nuevo enfermero, Sergi. "Le dije lo que les decía a todos los que pasaban por la habitación, que lo que más me apetecía era un café con leche. Y él, al cabo de unos minutos, me trajo uno, que me supo a gloria. Aquel café con leche lo recordaré siempre".

El primer café con leche de José Luis Guerrero se nos presenta hoy como el símbolo de una normalidad reconquistada con mucho esfuerzo y muy poco a poco. Quizá resulte un poco extraño llamar normalidad a la vida que José Luis se ve obligado a llevar estos días en su vivienda de L’Hospitalet del Llobregat, enclaustrado en solo dos estancias y aislado de su esposa, pero para él, que ha dejado atrás la pesadilla del covid-19, cualquier paso hacia la cotidianidad es una victoria que merece ser celebrada. Es en situaciones así, señala, "cuando te das cuenta del lujo que supone poderte tomar un café".

Ingreso por neumonía

El protagonista de esta historia acudió el 8 de marzo a la Clínica Sant Jordi (es mutualista de Muface) después de varios días de fiebre alta que no remitía con antitérmicos, y allí se quedó ingresado con un diagnóstico de neumonía multilobar. Hasta al cabo de cuatro días no le hicieron la prueba de detección del coronavirus, que resultó positiva. Para entonces, su estado había empeorado considerablemente, con una insuficiencia respiratoria severa. El día 14 lo trasladaron a la Clínica Delfos y de ahí fue conducido de urgencia al Hospital Universitario del Vall d’Hebron e ingresado en la uci.

"No sé explicar muy bien por qué, pero cuando me vi en el Vall d’Hebron tuve la certeza de que me iban a curar- señala-. Había algo en el ambiente, en la entrega y la profesionalidad de todo el personal, que hacía que me sintiera seguro". José Luis no se equivocaba. Lo curaron. Y le dieron una lección de las que no se olvidan. "Los doctores, las enfermeras y enfermeros, los auxiliares… todos trabajaban en unas condiciones muy duras, pero lo hacían admirablemente, sin quejarse, siempre con una palabra de ánimo y de apoyo".

Rostros ocultos

Si algo lamenta José Luis es no poder recordar hoy los rostros de todas aquellas personas que se desvivieron por devolverle la salud y por hacerle el trance lo menos duro posible. Y no puede recordarlos porque, sencillamente, nunca les vio la cara. No con todas esas mascarillas y trajes de seguridad para evitar el contagio que debían llevar puestos en todo momento. "Cuando pienso en las personas que me atendían, solo tengo memoria de sus ojos", apunta. Tal vez no haga falta más.

"Cuando pienso en las personas que me atendían, solo puedo recordar sus ojos", señala José Luis

En la uci José Luis empezó a sentirse mejor cada día. Y también a tomar conciencia de lo que estaba ocurriendo con el rápido avance de la pandemia. "Me dejaban tener el móvil allí y, cuando podía, chateaba con mi esposa y con la familia y ellos me iban contando". Aún le cuesta hablar de los días que pasó en vigilancia intensiva, ese tiempo de inmovilidad y confinamiento absoluto que transcurrió lento como una cucaracha reumática. "No me quiero parar a pensar mucho en lo que pasé -dice-. Prefiero quedarme con la atención y el trato que recibí, que no pudieron ser mejores".

Un hambre voraz

El triunfo sobre la enfermedad empezó a quedar certificado con el traslado a planta, el día 18. Lo que más recuerda José Luis, además del café con leche y de la posibilidad recobrada de ir al baño por sus propios medios, es el hambre voraz con que salió de la uci. "Comía todo lo que me traían y nunca tenía bastante", relata. Hambre de normalidad. Hambre de vida.

El alta llegó el pasado lunes después de que una analítica realizada en la madrugada diera un resultado negativo. José Luis Guerrero había vencido al coronavirus, igual que han hecho otros 5.300 españoles en las últimas semanas. Pero aún tiene por delante un largo camino antes de recuperar su vida anterior. Durante dos semanas, se ve obligado a seguir unos estrictos protocolos de aislamiento que le impiden, por ejemplo, cualquier contacto con su esposa. "Poco a poco nos hemos ido adaptando y ya estamos bastante organizados", comenta. La existencia de José Luis transcurre en dos habitaciones y nadie que no sea él puede entrar en ellas. "Una la utilizo como dormitorio y la otra, como despacho. Cuando ventilo una, me tengo que encerrar en la otra. Mi mujer me tiene que dejar la comida en una mesa junto a la puerta". El baño sí lo comparten (no tienen otro remedio), pero cada vez que José Luis lo visita, tiene que limpiarlo a fondo con lejía antes de salir.

Carta de agradecimiento

Una de las primeras cosas que hizo José Luis Guerrero cuando regresó a su casa fue escribir una carta de agradecimiento. Una carta para reconocer el esfuerzo, el talento y la buena disposición de todo el personal que trabaja en la sanidad pública; el de los doctores, enfermeras y auxiliares, pero también, añade, "el de las personas que los enfermos no vemos": limpiadoras, cocineros, administrativos... "y en definitiva toda la cadena humana que hace posible que los pacientes podamos recibir la atención sanitaria que tanto necesitamos".

José Luis envió la carta a EL PERIÓDICO. Y aceptó explicar su historia para que los lectores de este diario sepan de primera mano que el coronavirus es una amenaza siniestra pero no una condena a muerte. Y que al final de la calamidad nos espera, seguro, un café con leche calentito. No puede ser de otro modo.