EL CORONAVIRUS EN UNA GRAN URBE

Milán, ciudad asediada

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Rossend Domènech

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Dos mujeres, riendo a carcajada limpia, ensayan cómo colocarse una mascarilla en un rincón del céntrico Corso Buenos Aires de Milán. En la estación ferroviaria, una joven con la misma protección, pero esta sí ya colocada en la cara, intenta explicarle al empleado, perpetrado detrás de una ventanilla de doble cristal, que tiene urgencia para llegar a Sicilia “como sea”, en tren, avión o autocar. El funcionario no consigue siquiera entender sus palabras.

Por las calles de este domingo de temperatura primaveral, algunos niños llevan las bufandas puestas, que les tapan hasta casi las miradas. Sin embargo, la mayoría de las personas no parecen preocupadas, en apariencia, por lo que está sucediendo a poco más de 50 km y que por los datos que día a día desvelan que el coronavirus avanza y amplía su radio de acción.

La Galleria y Montenapoleone, dos lugares cercanos que por sí solos producen el 12% del PIB de la ciudad gracias a sus firmas mundialmente reconocidas, parecen tranquilas. “Me parece que hay menos gente por ser un domingo”, dice Gloria, dependienta de una de las joyerías de fama internacional.

Es suficiente mirar un poco más allá, en las vallas y pasquines publicitarios de Milan Fashion Weeck, la cita más importante de la moda milanesa, la más esperada del año.  Armani, Della Valle y otras firmas han predispuesto desfiles más breves y a puerta cerrada. La moda a puerta cerrada parece algo increíble. Se retransmiten por streaming. Moncler ha simplemente anulado su presencia.

La catedrál, símbolo de Milán, ha cerrado esta tarde sus puertas. Los jardines con parques para juegos de niños están desiertos. Tráfico se plantea no realizar más pruebas de alcoholemia  a los conductores para evitar contagios y Turín ya se ha adelantado este domingo.

El inmombrable

Si uno se para en las estaciones de metro, en los corros de la calle, entre los grupos de inmigrantes que reparten la comida de una marca conocida, todos hablan de lo mismo, sin nombrarlo. Como en la isla de Stromboli, en Sicilia, que llaman solo “ese” al volcán activo y rebelde. “Esperemos salir bien de esta”, “no, no, he cambiado los clientes, ya no tengo que ir a Lodi, veremos qué sucede en los próximos días”, “qué Dios nos ayude” y así, como si debajo de la aparente normalidad de un domingo de febrero serpeara algo más, que nadie quiere nombrar, tal vez porque es invisible y por eso inquietante. Un adelanto de cuanto podría suceder si saltan los nervios es lo ocurrido esta mañana dominguera.

El supermercado Milano, situado en la periferia este de la ciudad, abre los domingo a las 9 de la mañana, pero ayer a las 8 la cola ya era más larga que la de los sábados corrientes. Los clientes se lo llevaron todo. No solo guantes y máscaras, sino todo, un todo que parece sumarse a la aparente nada del virus invisible. Algunos de los madrugadores clientes llenaron las bolsas mientras mantenían sus tarjetas de crédito en la boca, que después entregaron a la cajera. La empleada, además de mostrar su asco dijo en alta voz: “¿Y de qué os sirve todo esto?”. Pero así es. Asemeja a una escena de “Los novios”, de Alessandro Manzoni, ambientada en una Milán entonces española.