La cara y la cruz de un colectivo en riesgo de exclusión

Una oenegé catalana logra emplear 30 jóvenes migrantes a través de un proyecto innovador

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zentauroepp51511248 soc200202184420 / Tjerk van der Meulen

Elisenda Colell

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Una entidad catalana logra sobrepasar el muro inquebrantable de la ley de extranjería para que los menores migrantes tutelados puedan trabajar una vez cumplida la mayoría de edad. El innovador proyecto, de más de un año de vida, ya ha empleado a 30 chicos y algunos ya se preparan para una vida fuera de las ayudas públicas. “Es la oportunidad que venimos a buscar en España”, explican ellos, conscientes que, de momento, su caso es la excepción. Y es que decenas de jóvenes migrantes resisten su paso en España malviviendo en pisos ocupas o, directamente, en la calle.

Aoiijil  tiene 23 años y nació en Uarzazat. De pequeño, dejó los estudios y se puso a trabajar de camarero y cocinero. Pero en su cabeza yacía el sueño de dejar su país, su familia, y “prosperar en España”. Hace siete años se metió  en el motor de un camión, en el puerto de Tánger. Se jugó la vida, pero lo logró. Aunque el primer paso lo plantó en Algeciras, estuvo en varios centros tutelados hasta que llegó a Sabadell, en un piso gestionado por la fundación Eveho. Cada día, al salir de clase, trazaba la misma ruta, currículos en mano. “Buscaba trabajo pero siempre me decían lo mismo”, explica. “Si tuvieras permiso de trabajo, empezarías mañana mismo” es la respuesta estrella que, de hecho, se están encontrando miles de menores migrantes acogidos en España que tratan de prosperar.

Los menores tutelados por la Administración, que no son nacidos en España, pueden acceder a un permiso de residencia. Al ser menores, también pueden pedir un permiso para trabajar en España mientras tienen 16 u 17 años. Pero al cumplir la mayoría de edad, se levanta un muro infranqueable: no solo deben abandonar el centro de tutelado, si no que si quieren trabajar legalmente, una empresa les tiene que hacer una oferta de trabajo de un año y 40 horas semanales. Y esta oferta la debe validar el ministerio. Un trámite que suele alargarse varios meses, y que las empresas no están dispuestas a esperar.

Despedidos a los 18

“He dejado de contar los niños que hemos tenido que despedir a los 18 años”, explica Ferran Rodríguez, el responsable de la fundación Eveho. Era un número de chicos que sabía que estaba mandando a la calle, y a la máxima exclusión. “Teníamos que encontrar alguna fórmula para que los chicos pudieran trabajar”. Y fue así como nació DIKAIA, una empresa de que ya ha logrado emplear treinta jóvenes migrantes en Catalunya.

Así se vió Aoiijil, “a las puertas de la calle y con mucho miedo”, hasta que logró formar parte de este proyecto. “No es el trabajo de mi vida, pero no puedo estar más que agradecido, sé que somos la excepción”, señala. Él ha ascendido a coordinador en la planta donde trabaja, y por las tardes estudia para ser integrador social. En pocos meses dejará esta empresa de inserción, se pondrá a trabajar de lo que ha estudiado, y ya se está mirando pisos de alquiler. “Ha logrado la autonomía, que es algo a lo que deberían acceder todos ellos”, mantiene Rodríguez.

La ecuación que logra aislar la incógnita y dar con los permisos de trabajo es más que compleja. Y se ha empezado a aplicar en Fruselva, una empresa que empaqueta zumos y batidos en la Selva del Camp (Baix Camp). “Ferran nos convenció”, señala Juan Magdaleno, el responsable de la empresa Bercose, que es quien lleva la gestión del personal de la fábrica de Fruselva. Había que iniciar una nueva línea de producción, y en vez de tener que contratar a más personal, Magdaleno encomendó esta nueva línea a Dikaia, la empresa de inserción.

Dikaia hace la oferta de trabajo para los jóvenes, se espera que tengan el permiso de trabajo, y entonces ellos empiezan a trabajar. En función de la producción, Dikaia hace facturas a Brecose, y los chicos cobran, como mínimo, 1.057 euros de nómina. Lo mismo hacen con los chicos menores de edad que consiguen la exención para trabajar. “Mientras tanto tramitamos el permiso de la mayoría de edad, y así a los pocos días de cumplir los 18 años ya pueden trabajar", dice.

“Si yo les tuviera que contratar no lo haría, porqué nosotros no podemos esperar que consigan el permiso de trabajo”, asegura Juan. Pero al cabo de un año, la empresa está encantada. “Se han adaptado a la perfección, y nos enorgullece poderles ayudar”, expone el director de Fruselva, Xavier Salvadó, que cuando oyó la propuesta de Juan para contratar a estos jóvenes no dudó en aprovecharla.

El proyecto se complementa con medidas educativas. Una educadora ayuda a los chicos en la empresa, para que entiendan la legislación en materia laboral y resuelvan conflictos que puedan surgir. Y además los chicos viven en pisos tutelados en Reus, financiado por la Generalitat. Allí viven, cocinan, limpian, y tienen el apoyo de educadores que les acompañan en temas como el ahorro. “Cuando reciben el primer sueldo solo piensan en mandarlo a la familia en Marruecos”, sonríe una de las educadoras. Otro de los trabajos de apoyo consiste en la gestión de los papeles. “Son trámites muy difíciles que si no tienes a nadie que te apoye no lo consigues”, expresa Aoiijil.

Ahora la lista de espera para entrar en este proyecto es larguísima. Para ampliarlo, no solo basta con que los chicos empleados puedan tener otras ofertas, sino que es clave aumentar el número de clientes de Dikaia. Uno de los más interesados es la alimentaria Borges, donde a lo largo de este año se calcula que puedan empezar a trabajar más jóvenes migrantes.

De ocupas

“Yo quiero trabajar, pero no tengo permiso. ¿Qué hago?”, se pregunta Mohamed Saidí, un joven de 19 años que hace cuatro cruzó el estrecho de Gibraltar en patera. Ha estado en varios centros de menores, el último, el Alberg Cal Pons, de Puig-Reig (Berguedà). Allí cumplió los 18 años, y tuvo que salir “sin papeles y sin nada”, explica. “Aquí hace mucho frío, no podíamos dormir en la calle”, explica. Así que ocupó una vivienda, ubicada en las antiguas colonias del Llobregat.

Define el centro como “desolador”. Básicamente, por la marihuana y la droga que se consume dentro, y porque apenas hay alternativas educativas para los jóvenes. Aún así, al menos había un techo. Ahora hace varios meses que prueba su suerte en una casa vacía que ha ocupado junto a otros compañeros magrebís.

En esta vivienda cuatro chicos más. Duermen en colchones en el suelo, amontonados en las dos habitaciones que tiene el piso, sin corriente y con un único mueble: una mesa de camping. “Prefiero estar aquí que en Barcelona” explica Abde, otro chico. Mientras era menor, malvivía en las calles de Barcelona “robando relojes y vendiendo droga para otros”. La policía lo pilló y estuvo encerrado en un centro de Justícia Juvenil. “Ya no quiero esa vida, aquí estoy mejor porqué los vecinos nos cuidan y nosotros a ellos”, explica.

Los jóvenes comen gracias a la solidaridad vecinal. “Muchos nos traen comida”, explica. Y a cambio, ellos les pasean los perros. “Preferimos estar aquí en el pueblo que en Manresa, allí se mueve mucha droga, nosotros queremos trabajar”, explican. Algunos tienen permiso de residencia. Otros, ni eso, solo aguardan el pasaporte marroquí esperando que les lleguen los papeles. Pero lo que nadie ha conseguido es el permiso de trabajo. “Yo trabajé en la construcción, hacía 14 horas al día, y me daban 800 euros en negro”, explica Mohamed, que dejó el trabajo a las dos semanas. “Yo solo les pedía un contrato, para conseguir un NIE, pero se negaron”, se queja. Lo de trabajar sin seguro médico ya es otra historia.

Máxima exclusión

Otros chicos admiten que tienen algunos trabajos temporales, de pocos días, en la construcción o en el campo. Y lo compaginan con cursos de catalán. “Pero siempre en negro, nadie nos quiere contratar”. Y no tener contrato, en pocos meses, les dejará en la máxima exclusión. En pocos meses deben renovar el permiso de residencia, y sin un trabajo, se la van a denegar. “Mi familia se piensa que estoy aún en el centro”, explica Mohamed. “Ellos no me piden dinero, quieren que nos cuidemos pero, oye, no nos podemos cuidar ni a nosotros mismos”, añade.

Los jóvenes prefieren vivir en un pueblo pequeño que en la gran ciudad. “Aquí todo el mundo se entera de todo, mejor no meterse en problemas, y la gente nos ayuda”, explican. Pero también sufren el racismo en su piel. El pasado 17 de diciembre fueron apaleados por un grupo de siete jóvenes de Berga, uno de ellos menor de edad. La pelea empezó en Berga, cuando hubo un encontronazo entre los dos grupos, y a las ocho de la noche se transformó en una batalla campal en un bar del pueblo, con cuchillos, palos, y un ingreso hospitalario. Ahora la jueza que instruye el caso ha dictado una orden de alejamiento entre los dos grupos. “Un chico me miró mal en Berga, yo le planté cara y luego vinieron a pegarnos aquí”, sostiene Mohamed.

Ellos siguen malviviendo en este piso ocupado, hasta que los Mossos les echen. “Vinieron un día a notificar la ocupación, nos dijeron que cuidáramos el piso, cuando nos lo digan saldremos”, explican. Saldrán, para irse a otro piso de esta antigua colonia industrial que contiene varios pisos vacíos.

Pero ellos solo son algunos de los jóvenes desamparados al dejar los centros de menores de la Generalitat. En varias localidades se han activado grupos de voluntarios para atender y acoger estos jóvenes ya adultos. Uno de ellos, el espacio Antirracista de Salt y Girona (Gironès), que ha hecho un llamamiento a que personas que tengan una habitación disponible puedan acoger los chicos que malviven en la calle durante al menos dos meses. “El frío y la lluvia de los últimos días ha provocado que hayamos llegado a un límite insostenible, algunos están al límite y dicen que no pueden aguantar más”, exponen en un comunicado. Misma situación que se repite en municipios como el Masnou, o la zona de les Terres de l’Ebre. Mohamed y Abde no tienen un futuro prometedor, pero al menos han arrebatado un techo. Otros no tienen ni eso.