tras la explosión de la petroquímica

Tarragona, un patio trasero que es un jardín

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Josep Martí Blanch

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Hay una mirada sobre las comarcas de Tarragona, incluyendo las Terres de l’Ebre, tendente a catalogarlas como el patio trasero de Catalunya. El mayor complejo petroquímico del sur de Europa, tres centrales nucleares en funcionamiento y una desmantelada tras estar a un paso de provocar un Chernóbil en 1989, molinos de viento desvirtuando el paisaje de muchos municipios a cambio de mantener en pie sus arcas municipales y el delta del Ebro pendiente de la regresión, obligado a estar siempre alerta por la amenaza latente de nuevas necesidades de agua en otros territorios.

Como todo esto es cierto, lo del patio de atrás podría considerarse algo más que un prejuicio y daría la razón a los que siempre han pensado, llevando las cosas al terreno de la caricatura, que los tarraconenses vinieron al mundo para producir todo aquello que necesitan las élites catalanas para sacar provecho de su merecido descanso de temporada en la Costa Brava o la Cerdanya, bronceándose o esquiando en función del tiempo, sin elementos que afeen la postal idílica que siempre andan buscando.

¿Nos gustamos cuando nos miramos?

¿Esta manera de ver Tarragona ha condicionado la percepción que tienen de sí mismos los lugareños? ¿Nos gustamos cuando nos miramos al espejo? No del todo. Coinciden en la respuesta personas que conocen bien el territorio. Ricard Lahoz, editor del 'Fet a Tarragona', Toni Orensanz, novelista y periodista de Falset, Quim Nin, exdelegado del Govern, o Marc Arza, consultor de empresas especializado en internacionalización. Ernest Benach, expresidente del Parlament, lo expresa con un ligero matiz: "Deberíamos gustarnos más".

Pero lejos del discurso victimista o autocompasivo, buena parte de los motivos por los cuales el espejo no devuelve la imagen deseada dependen en realidad de uno mismo. Falta de relato conjunto y ambicioso, ultralocalismo, incapacidad para consolidar liderazgos visionarios o poco interés y habilidad para actuar como un lobi territorial con intereses conjuntos son cosas que afloran con tan solo rascar un poco en la epidermis de las causas.

La pugna Tarragona-Reus

En el terreno del ultralocalismo, el conocido como nacionalismo de campanario, la pugna Tarragona-Reus da para una tesis doctoral del despropósito en todos los terrenos. El más risible es el que provocó que la estación del AVE acabara en su día colocada en zona de nadie, perjudicando así a todos. Pasa a menudo que, no queriendo vencedores, todos acaben perdiendo. Siendo así las cosas, es difícil que emerjan líderes territoriales que se eleven por encima de las necesidades de sus convecinos más próximos. Escrutarse de reojo impide muchas veces mirar enfrente, que es lo que hay que hacer si uno quiere aligerar el paso.

El ultralocalismo, o nacionalismo de campanario, ha traído despropósitos como el de un AVE en tierra de nadie

Sobre la falta de relato, la gran palabra del siglo XXI, en los últimos años las comarcas más sureñas han sabido construir una narrativa alrededor del Ebro basada en la excepción geográfica y cultural. Pero no ha sucedido igual con el resto de la provincia, que sigue pendiente de conocerse y articularse de verdad entre ella. Es interesante la visión que tiene al respecto Marc Arza, que intenta evangelizar desde hace tiempo conceptos integradores como la "ciudad del sur", una especie de área metropolitana tarraconense de medio millón de habitantes que podría comportarse como una gran urbe en lugar de pequeñas ciudades una al lado de otra sin que ninguna tenga fuerza suficiente. 

A veces incluso aquello que uno ha imaginado como un empujón para coger fuerza acaba convertido en un traspié. Pasó con los Juegos del Mediterráneo, que en lugar de hacer ganar crédito lo que provocaron fue más de un sonrojo, o con la entrada en funcionamiento hace unos días, después de una eternidad, de la variante ferroviaria entre Vandellòs y Tarragona, que ha añadido complicación a los usuarios sin hacerles ganar apenas tiempo. 

Telaraña industrial

Si lo dejáramos aquí, esta sería una mirada tremendamente parcial de la demarcación. Con un PIB superior al de Girona, acogiendo uno de cada cinco turistas que visitan Catalunya, con una sólida telaraña industrial en muchas de sus comarcas y un altísimo valor paisajístico en otras, el conjunto del territorio tarraconense dispone de todos los elementos para competir con quien sea en la liga de la calidad de vida y la proyección territorial.

En los momentos en los que se ha jugado la carta de la ambición los tarraconenses se han llevado las fichas de encima de la mesa. Así fue en su día cuando llegó el agua del Ebro a Tarragona, con Port Aventura o con la creación de la Universitat Rovira i Virgili, que siempre ha apostado por la construcción de un imaginario territorial que ha ido más allá de su estricta función académica y que debería seguir priorizando. Así ha sido también, por poner ejemplos de otras comarcas, cuando el Priorat se lanzó a la conquista del mundo con sus caldos, o con iniciativas empresariales de renombre mundial como es el caso del atún rojo de las industrias Balfegó en l’Ametlla de Mar. La explosión del martes en Iqoxe ha reactivado la tentación de aproximarse a la realidad de Tarragona desde la conmiseración, lo cual es un error. Sin negar lo que existe, y todo lo que sin duda ha de mejorarse, puede afirmarse que el sur es más un jardín que un patio trasero. Otra cosa es que falten jardineros con ganas de sacar partido a todo el huerto y no solo a su particularísima maceta.