los gigantes del Mediterráneo

Los cachalotes resoplan por el Garraf

La Associació Cetàcea realiza un fenomenal avistamiento a 22 millas de Sitges del Tyrannosaurus de los mares

Un cachalote en la costa del Garraf

periodico

Carles Cols

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Lo escribió con estas exactas palabras Morten A. Stroksnes en esa perla narrativa que Ediciones Salamandra publicó hace ahora un año, ‘El libro del mar’, libro siempre recomendable: “Pocas cosas hay más peligrosas que un cachalote en celo, bestia mayor que un Tyrannosaurus rex”. Una advertencia así nunca se olvida y sobre todo quita el hipo ahora que la Associació Cetàcea, un grupo de biólogos y veterinarios consagrados a la observación de los mamíferos de la costa barcelonesa, ha grabado a vista de dron una hermosa cachalote frente al Garraf, a solo 22 millas náuticas de Sitges. Nadaba en compañía de otros cuatro ejemplares. Fue el pasado 27 de abril, jornada de reflexión en tierra firme, pero en el Mediterráneo, ¡ay!, era hora de emerger, abrir el espiráculo y resoplar.

Los rorcuales ganan en tamaño, sí, pero no tienen dientes de un kilo ni son capaces de causar tragedias como la del 'Essex'

Fue en abril del 2018 cuando este mismo diario, tras una emocionante jornada a bordo de un catamarán, bautizó a Vilanova i la Geltrú como puerto ballenero. En una única expedición fue posible avistar decenas de delfines, una legión de peces luna y, sin grandes dificultades, tres rorcuales comunes, la segunda mayor ballena del mundo, un animal realmente gigantesco, largo como 12 pisos de Pau Gasol, pero visto desde la perspectiva humana, sobre todo la literaria, una bestia pacífica, como una vaca que pasta entre las aguas en busca de comida casi microscópica. El rorcual no emerge y salta de espaldas sobre las olas. Es muy bovino. El cachalote, palabra de Stroknes, es otra cosa.

Con dientes de un kilo de puro marfil y una mirada inquietante (“sí, cuando salían a respirar observaban a la tripulación”, explica Laura Almarcha, miembro de la Associació Cetàcea), los cachalotes son capaces, por defender a sus crías, de embestir una embarcación y hundirla. O al menos lo eran cuando su caza era intensiva. Desde que se firmó el armisticio entre hombres y estos formidables mamíferos, no hay constancia de enfrentamientos entre ambas especies, como mínimo aquí, en el Mediterráneo, pero como referente ineludible queda siempre, cómo no, el caso verídico del cachalote que inspiró 'Moby Dick', un ejemplar de unos 26 metros que embistió el 'Essex' el 20 de noviembre de 1820. Aquel naufragio fue un incidente capaz de eclipsar, por citar dos tragedias icónicas, la expedición polar de Shackleton y el canibalesco accidente andino de los Old Christians, pues los supervivientes del Essex, no suficientemente castigados por haber sido arrollados por aquel leviatán de carne y hueso, pasaron después terribles penurias, entre las que beber su propia orina en los botes para no morir deshidratados ni siquiera cuenta. Llegaron a sortear a quién sacrificaban para saciar el hambre de los demás. Solo sobrevivieron ocho de los 21 tripulantes. El primer oficial, Owen Chase, exorcizó aquel trauma con un relato pormenorizado de aquel desastre. “Giré y lo vi, justo frente a nosotros, con deseo de venganza. Con su cabeza medio fuera del agua se acercó a nosotros y otra vez embistió el barco”, dejó escrito para terror de la gran familia del mar. Con ese testimonio como piedra angular, Herman Melville escribió el quijote de norteamérica, 'Moby Dick', una obra maestra sobre la oscuridad de los mares y del alma humana.

El dron grabó a una hembra, pero eran los cachalotes eran cinco, y uno pasó por debajo de la embarcación. En tierra era jornada de reflexión y en el mar, de emoción

La presencia de cachalotes frente a las costas de Barcelona es todo lo contrario, una noticia luminosa. Siempre han estado ahí. Según profundiza Almarcha, los del Mediterráneo viven aislados de sus primos de los océanos. No cruzan el Estrecho de Gibraltar. Son una colonia genéticamente familiar y, además, escasa, a dos brazadas de meterse en el cuello de botella de la extinción. “En el Mediterráneo occidental puede que sean solo unos 400”, explica. El quinteto que emergió al lado de la embarcación de la Associació Cetàcea el pasado 27 de abril lo hizo a solo 10 metros. Uno pasó por debajo. Así, como el capitán Quint, fue posible intuir mejor sus medidas. Unos 12 metros de longitud, por lo tanto, probablemente una hembra.

Los cachalotes siempre han estado ahí. Lo novedoso son los medios técnicos para documentar bien su actividad. San Dron. Menudo juguete. Gracias a este ingenio y a las horas de observación desde cubierta se ha podido constatar que este año hay sequía de rorcuales cerca de la costa catalana. Parece que, tal vez porque la restauración este año es mejor bajo las aguas baleares, los rorcuales, en su ruta de Estrecho de Gibraltar al mar de Liguria, prefiere este 2019 la ruta mallorquina.

Cabezón

No hay confusión posible. Cachalotes y rorcuales son notablemente distintos. Incluso su danza sobre las olas lo es. El cachalote tiene a bien mostrar su aleta caudal cuando se sumerge. Es la foto que los rorcuales jamás brindan. Pero incluso su complexión física no tiene nada que ver. El cachalote es el Charlie Brown de los mares, un tercio de su cuerpo es cabeza, no en vano tiene que albergar el cerebro más grande del reino animal, lo cual no le hace especialmente listo. En términos de encefalización (la ratio entre tamaño y materia gris), los delfines están muy por encima. El significado evolutivo de tan enorme chola no está claro. Que la usan como un ariete para embestir es cierto, pero parece más probable que su sentido sea el uso que le dan como radar geolocalizador.

La cuestión es que el estudio de esta especie ha dado un salto en estos últimos años y, con ello, el conocimiento general de los mares. No es solo una frase bonita. Los cachalotes han resultado ser excelentes mensajeros de qué se cuece en lo más inaccesible de los cañones submarinos, allí donde ellos van a yantar. Tienen debilidad por los calamares y de vez en cuando se las tienen con los primos de Zumosol de esta especie, es decir, el calamar gigante y, más intimidatorio aún, el calamar colosal. En 1925, por ejemplo, fue posible intuir las dimensiones de este último animal (hasta 15 metros de longitud, se supone) por los tentáculos hallados en el estómago de un cachalote varado en la costa. Del tiburón de boca ancha no se supo nada hasta que en 1979 otro cachalote lo trajo a la superficie.

Esa piel lunar de los cachalotes es la prueba de luchas jamás vistas por el hombre, el duelo entre un mamífero y y calamar gigante

Esas peleas a más de dos kilómetros de profundidad jamás han sido presenciadas por la ciencia, pero deben ser habituales. A los cachalotes se los distingue a veces por su piel lunar, por esa sucesión de cráteres marcados en el lomo, la panza y la cabeza, que no son otra cosa que las marcas de los tentáculos y los garfios de los calamares gigantes. Los del Mediterráneo, explica Almarcha, no andan exentos de marcas y lesiones, pero muchas menos. Apenas tienen depredadores que los amenacen. A lo sumo, las manadas de orcas, pero nunca contra un macho adulto. Una ficha detallada de esas cicatrices es fundamental para determinar qué migraciones realizan estos gigantes y, en el caso que nos ocupa, concluir que efectivamente los cachalotes mediterráneos son muy caseros, ni salen al Atlántico por poniente ni entran en el mar Negro por levante.

El avistamiento del pasado 27 de abril es, en resumen, una excelente noticia. Es la prueba de que la cacería de esta especie tal vez se detuvo a tiempo. A los cachalotes se los mataba por el valioso espermaceti, una cera animal con innumerables aplicaciones en la industria cosmética y también porque antaño se empleaba para fabricar velas. Su carne nunca fue interesante, no como la de otras ballenas, que se llegó a vender en la Boqueria, con escaso éxito, por cierto. Pero esa es otra aventura ballenera, contada ya en una anterior entrega.