LA SALUD MENTAL DE LOS MÁS PEQUEÑOS

El 'Entrelobos' real de Justin, el niño al que criaron como un perro

El psiquiatra infantil y divulgador estadounidense Bruce Perry ha tratado a centenares de menores con graves traumas y carencias afectivas, a los que 'curó' tras estudiar su cerebro

Fotograma de la película Entrelobos, que recrea la vida real de Marcos Rodríguez, que fue abandonado por sus padres en los años 50. Pasó 12 años en el monte con la única compañía de los animales, lobos incluidos

Fotograma de la película Entrelobos, que recrea la vida real de Marcos Rodríguez, que fue abandonado por sus padres en los años 50. Pasó 12 años en el monte con la única compañía de los animales, lobos incluidos / periodico

Olga Pereda

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En los años 80 del siglo pasado, los investigadores prestaban poca atención a los traumas psicológicos de los niños y las niñas. Por norma general, se pensaba que los críos eran resistentes por naturaleza y que poseían una habilidad innata para recuperarse. Bruce Perry, jefe de Psiquiatría del Hospital infantil de Texas (EEUU), ha dedicado su vida profesional a demostrar que los niños -que no nacen resistentes sino que se hacen- son más vulnerables al trauma que los adultos. “El cerebro humano es el órgano que media en todas las emociones, pensamientos y comportamientos. El cerebro nos convierte en quienes somos”, sentencia el doctor en 'El chico a quien criaron como perro' (editado en España por Capitán Swing), donde narra varios casos reales y espeluznantes de menores que pasaron por experiencias traumáticas. Su lectura confirma que los niños pequeños, desde que son bebés hasta que cumplen los tres o cuatro años, necesitan achuchones, besos y caricias. Y que se les hable mucho.   

Justin, nombre ficticio, da nombre al libro del doctor Perry. Fue un niño al que un familiar crió igual que a sus perros y cuyo caso recuerda al del andaluz Marcos Rodríguez, que en los años 50 fue abandonado por sus padres. El niño vivió 12 años en los montes de Sierra Morena con la única compañía de animales, lobos incluidos. Su historia fue llevada al cine en 2010 por Gerardo Olivares en la película 'Entrelobos''Entrelobos'.

Enjaulado y con un paseo al día

La madre de Justin tenía 15 años cuando dio a luz. A los dos meses, le dejó al cuidado de la abuela, una persona bondadosa que adoraba a su nieto pero que tenía problemas de salud y que falleció cuando el bebé tenía 11 meses, así que el crío terminó a cargo del novio de su fallecida abuela, un hombre que no sabía que hacer con un pequeño que no paraba de llorar. El tipo, solitario y con un más que probable retraso mental, se ganaba la vida como criador de perros y convirtió al pequeño Justin en un animal más. No lo hizo a mala fe. Pensaba que era la mejor manera para educarle. Le metió en una jaula y se aseguraba que el niño estuviera alimentado y aseado, pero rara vez le hablaba o jugaba con él. Justin pasó cinco años viviendo en una jaula y con la única compañía de perros, con los que daba un paseo al día.

A la edad en la que los niños ya hablan, Justin no decía ni cuatro palabras. Cuando el criador de perros le llevaba a realizar los chequeos médicos, el personal sanitario no preguntaba cuáles eran las condiciones de vida del pequeño. Le hicieron un escáner, que reveló encogimiento de la corteza cerebral. La circunferencia de su cabeza era llamativamente pequeña y su cerebro era similar al de una persona con Alzheimer avanzado. “El paciente tiene un daño cerebral permanente y nunca podrá valerse por sí mismo”, fue el (desacertado) diagnóstico.

“Quizá no hablaba porque rara vez le habían hablado. Quizá no se tenía en pie ni caminaba porque nadie le había convencido, dándole la mano, de que se pusiera en pie. Quizá no sabía usar cubiertos porque nunca había cogido nada con las manos”, sentencia el doctor Perry, catedrático emérito de la Child Trauma Academy, que empezó a trabajar con Justin junto a terapeutas especializados en conducta y lenguaje cuando tenía cinco años. Su progreso fue “prodigioso”. A los ocho años, conviviendo con una familia de acogida, Justin empezó a asistir al jardín de infancia. Le mandó una foto al doctor Perry. Estaba muy bien vestido en la parada del bus infantil y con una tartera entre sus manos. En la parte de atrás de la imagen estaba escrita una palabra que hizo llorar al médico: “Gracias”.

Abandonado por su cuidadora

Connor fue otro de los menores que pasaron por su consulta. Tenía 14 años, solía mecerse y canturrear para sí mismo. No tenía amigos, siempre parecía deprimido, no miraba a los ojos y sus rabietas eran más propias de un niño de tres años. ¿Qué le pasaba? Que necesitaba urgentemente que su cerebro recibiera la estimulación que le había faltado durante su primer año de vida.

Connor fue un niño muy deseado, un bebé fuerte y robusto. A los pocos meses, sus padres -que tenían un negocio propio- decidieron contratar una cuidadora porque no se fiaban de las guarderías. La cuidadora aceptó el trabajo, pero nada más empezar le surgió otra oportunidad laboral. Ávida de dinero decidió aceptar ambos contratos sin decírselo a los padres de Connor. Llegaba por la mañana, vestía al niño, le daba de desayunar y le dejaba solo en casa mientras iba a su otro trabajo. Regresaba al domicilio por la tarde-noche con el tiempo justo para cambiarle el pañal y darle la comida antes de que los padres aparecieran.

Sin afecto ni atención la mayor parte del día, Connor se convirtió en un bebé callado que nunca lloraba. ¿Para qué si nadie le hacía caso? Su falta de desarrollo empezó a llamar la atención: ni gateaba ni se daba la vuelta. Un año después, la madre llegó un día antes de lo previsto a su casa. Descubrió lo que ocurría y despidió a la cuidadora. Pero el mal ya estaba hecho: Connor creció con aversión al contacto físico y problemas de salud mental. El doctor Perry trató de comprender su cerebro y emprendió varias terapias. Después de muchos meses, un día cualquiera Connor abrazó a su madre y le dijo que la quería. Era la primera vez que lo hacía.

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