Programados para discriminar

Discriminación

Discriminación / Pedro Armestre

FERNANDO CARRUESCO. SAVE THE CHILDREN

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En 1968 la profesora de primaria Jane Elliot decidió probar las verdaderas causas y consecuencias de la discriminación a través de un experimento con sus propios alumnos. Eligió una característica al azar, el color de los ojos, para separarlos: claros y oscuros. Después inventó evidencias científicas para argumentar por qué un grupo era superior a otro. Por último, marcó al grupo discriminado para poder identificar fácilmente a sus miembros e impuso normas de comportamiento distintas para los dos grupos. Los alumnos hicieron el resto.

Con esas acciones tan sencillas, la profesora Elliot consiguió ponernos a todos delante de un espejo bochornoso: la discriminación es insultantemente fácil de provocar, incluso entre personas de la misma raza, género y nivel económico, ni siquiera se requieren argumentos racionales, tiene unas consecuencias indirectas terribles y todos contribuimos inconscientemente a su mantenimiento.

Estamos programados evolutivamente para proteger a los nuestros y para detectar amenazas. Crear prejuicios y estereotipos, la base de la discriminación, nos ha ayudado a sobrevivir: no necesitamos haber sido atracados para identificar que una persona con pasamontañas y pistola puede suponer una amenaza. Sin embargo, es sencillo engañar al sistema, imponerle quiénes forman parte de nuestro grupo y quiénes son “los otros”, el peligro.

La Psicología simplificó todavía más el experimento de Jane Elliot. Basta con que nos definan como pertenecientes a un grupo para que empecemos a ver a los miembros de ese grupo más favorablemente y de manera más diferenciada, a la vez que comenzamos a ver al otro grupo de forma más homogénea. Al mismo tiempo, tendemos a explicar los malos comportamientos de nuestro grupo (el desempleo) según causas externas (la inmigración que nos quita el trabajo). Si esos sucesos desfavorables se dan en el otro grupo ajeno buscaremos la respuesta en causas internas (vienen a quitarnos el trabajo, cobran menos dinero, son delincuentes, etc.)

Esta semana el Fondo Monetario Internacional explicaba que una de sus recetas para garantizar las pensiones, y el futuro económico, al fin y al cabo, es acoger a más inmigrantes. Al mismo tiempo, por toda Europa triunfan movimientos políticos que basan su discurso en el rechazo a la inmigración, por no hablar de la gestión de la crisis de los refugiados sirios o, dentro de nuestras fronteras, la nula respuesta social e institucional ante la situación límite que viven decenas de inmigrantes menores de edad en lugares como Melilla. Comportamientos, todos ellos, que sólo se explican a través de la discriminación. ¿Cómo, si no, seríamos capaces de negarle la entrada a nuestro país a un niño?

La solución pasa por los poderes públicos, pero también por cada uno de nosotros. Porque hablamos de comportamientos, pensamientos y emociones tan arraigadas en nosotros mismos que ni siquiera somos conscientes. Está en nuestra mano, en nuestro día a día, conocer esos comportamientos, incluir en vez de excluir, denunciar la discriminación en vez de aceptarla. Sólo así conseguiremos que nuestros líderes la erradiquen del sistema. Sólo así acabaremos con ella.