Teresa Alonso: "Durante el sitio de Leningrado comí carne..."

Esta niña de la guerra fue evacuada a la URSS en 1937 para acabar sufriendo 900 días de infierno nazi.

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NÚRIA NAVARRO

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Teresa Alonso (San Sebastián, 1925) fue una niña de la guerra por partida doble. Tras ver a Gernika en llamas, a los 12 años fue evacuada a la URSS, para luego caminar entre cadáveres durante el asedio nazi a Leningrado. Regresó a España en 1956, con una hija de 6 años y una dolorosa lesión de espalda. Venir de la central comunista en el franquismo no resultaba ser la mejor tarjeta de visita.

Su madre, su hermana y usted se refugiaron en Bilbao. Sí. Tejíamos prendas para el frente. El 26 de abril de 1937 mi madre me mandó a por carne de caballo a Gernika, a 30 kilómetros. La camioneta tardó en salir y por el camino vimos aviones [de la legión Cóndor]. Nos apeamos y subimos a una colina. Gernika estaba en llamas. Al volver, mi madre, horrorizada, le pidió a un primo 'gudari' [miembro del Ejército vasco] que me apuntara a la lista de niños dispuestos a ser evacuados.

Partió en el 'Habana' rumbo a Burdeos. Y al llegar, los niños que íbamos a la URSS hicimos trasbordo al vapor francés 'Sontay'. Como teníamos que pasar por delante de Alemania, nos metieron a todos en la bodega. Se desató un temporal terrible. En cubierta vi a una niña llorando porque había perdido a su primo. Mientras la consolaba, apareció él, Ignacio [Aguirregoicoa], un chicarrón de Éibar.

¿Hubo flechazo? Sí. Fuimos a parar a la misma casa de niños de Kiev. Tres años después, yo partí a Leningrado, donde estudié para perito electricista y trabajé en una fábrica de amperímetros y voltímetros; e Ignacio se formó en la Academia de Aviación Chkalov, en Borisoglebsk. Nos escribimos y cuando yo cumplí los 15 vino a pedirme en matrimonio, pero el educador le dijo que esperara un año, que yo era demasiado joven.

Ese año se desbarató todo. Empezó el cerco. Sí. Hitler, que quería un Leningrado sin personas, bombardeó primero los almacenes de alimentos. Estábamos a 40º bajo cero. No había comida, ni agua, ni luz. Éramos cadáveres andantes. Las caras tiznadas. Vicenta –con quien trabé amistad en el 'Habana'– y yo nos alistamos.

¿Para ir al frente? Construimos trincheras, pero a los tres días empezaron a silbar las balas y nos encargaron ir casa por casa a sacar a los muertos. Los arrastrábamos escaleras abajo –a uno, de tanto golpe, se le salió la cabeza– hasta la calle, donde los recogían en trineos. Hubo desalmados que agujereaban el hielo y metían a 10 cuerpos a cambio de un kilo de pan. Luego los sacaban y cobraban por otros 10.

Usted llegó a pesar 37 kilos. Un obús me hizo rebotar contra un muro y me causó una lesión de espalda. Estaba dolorida y débil. Llegué a comer sopa de cola de carpintero, de suela de zapato... También comí carne...

¿Humana? Yo iba al comedor, me ponían hamburguesas y no preguntaba... En las calles veías cuerpos a los que les faltaba un pecho, o una nalga.

Es impensable. Cuando se rompió el cerco, Vicenta y yo cruzamos el Cáucaso, y nos llevaron a Makharadze (Georgia), donde había una fábrica de hilaturas. A mí me pusieron a trabajar en la estación hidroeléctrica, pero el jefe intentó violarme y huí. Fui adoptada por un zapatero armenio y su maravillosa familia. ¡Me salvaron! Les llamaba papá y mamá, pero seguía sin saber nada de Ignacio y fui a Moscú a buscarle.

¿Supo de él? Supe que el 9 de marzo de 1944 despegó del aeródromo de Gdov, escoltando a unos bombarderos que iban a atacar Tallín. Fue derribado y sobrevivió, pero los colaboracionistas  letones le perseguían y se disparó en la sien.

¿...? Me volví loca. Quería matarme. Me internaron en un sanatorio y estuve un mes con la camisa de fuerza. Todos los días venía a visitarme Vicente [Carrión], el teniente coronel más joven del Ejército ruso. Nos casamos y me quedé embarazada. Pero yo no estaba enamorada y él se buscó a otras. Volví a España con mi hija en 1956.

Qué emoción volver a ver a los suyos, ¿no? No fue como esperaba. A mi padre, que era ferroviario, la Renfe lo había desterrado a Monistrol, y más tarde, a Sant Vicenç de Castellet. La policía me vigilaba a todas horas y eso a mis padres les revolvía. Una sobrina me dijo que no fuera más. Yo no conocía a nadie. Pagué el internado a mi hija trabajando en el Hotel Arycasa y dormí debajo de una escalera. A las operaciones de espalda solo me acompañó una vecina. Después estuve 20 años como telefonista de la Pepsi y me casé con el marido de la vecina cuando ella murió.

¿Le queda algo pendiente, Teresa? Ir a visitar la tumba de Ignacio. Está enterrado en el cementerio de Mustvee, al este de Letonia. Quiero ir. Iré. Lo necesito.